El asunto que hoy nos ocupa no sólo trata de un tema de alta relevancia y gravedad, sino también enormemente complejo y dificultoso para ser trasmitido y pensado en un tiempo breve. A pesar de todo ello voy a intentar trasmitirles algunas reflexiones sobre la violencia ejercida sobre la mujer.
Para ello voy a organizar mi exposición alrededor de los siguientes puntos que voy a desarrollar desde una orientación psicoanalítica.
El primer punto que trataré lo referiré a la descripción, tipos, origen y causas de la violencia. El segundo, lo centraré en la mujer y en los posibles factores que pueden hacer de ella un ser vulnerable a la violencia del otro, así como en la interacción que tiene lugar entre el maltratador y la persona maltratada, intentando profundizar, asimismo, en los motivos por los cuales la mujer puede dejarse atrapar y entrar en un ciclo de violencia destructiva. Por último, compartiré con ustedes algunas de las respuestas y salidas que desde el psicoanálisis se han dado en relación al fenómeno de la destrucción a través del ejercicio de la violencia.
La palabra “violencia” proviene del latín “violentus” que a su vez deriva de “vis” que significa: “fuerza, poder”. De hecho, se puede definir la violencia como: “la cualidad de lo que actúa con fuerza o intensidad extraordinaria”. O sea, que en principio la violencia (“fuerza”) no es ni buena ni mala en sí misma, sino que esta cualidad la adquiere de acuerdo a la relación que experimente en función de su destino o fin hacia el que se dirija. (Freud, 1915) Por este motivo, sería conveniente diferenciar distintos planos y tipos de violencia en función de la finalidad para la que ésta es ejercida.
Distintos autores (entre ellos J. Bergeret) estarían de acuerdo en considerar la existencia de una violencia innata y necesaria que estaría en relación con la afirmación de uno mismo, la lucha por la supervivencia y la autodefensa, y que poco tiene que ver con la violencia inútil y destructiva o la crueldad. De hecho, la palabra “agresividad” que también proviene del latín: “aggredior” y que guarda estrecha relación con la violencia, al par que “atacar”, significa: “acercarse, dirigirse, sondear”.
Sin embargo, el ser humano es ante todo un ser social cuyo intercambio con un ambiente social estructura la realidad como una realidad psíquica sujeta al orden de lo simbólico. Y es que, como opinan muchos antropólogos, lo que esencialmente y cualitativamente nos diferencia del resto de animales es nuestra capacidad de simbolizar. Por este motivo, el ser humano está sujeto a los avatares problemáticos de una historia social, y fundamentalmente singular, que no se deja predecir de antemano y que se origina en la relación con los otros.
A consecuencia de la inmadurez y mayor vulnerabilidad del ser humano en relación a otras criaturas, éste requiere de la presencia de otro ser humano: la madre o sus sustitutos, para devenir específicamente humano. Y es a partir del primer encuentro del bebé con su madre que el psiquismo va a comenzar a constituirse como tal. En este encuentro la madre, a través de los cuidados corporales, le va a ofrecer a su bebé algo muy importante: actos, palabras y afectos, y ese “algo” que la madre le presenta se va a anticipar a las aun muy inmaduras posibilidades de respuesta del bebé. El bebé, entonces, va a tener que metabolizar lo que su madre le ofrece para poder apropiárselo. Esta apropiación por parte del bebé de todo aquello que la madre le otorga va a constituir el primer pilar de su futuro aparato psíquico.
Cuando la madre realiza y ofrece a su bebé todos estos actos, palabras y afectos su intención y finalidad es, en principio, esencialmente amorosa. De esta forma la madre, a través de este ofrecimiento, va a ser también la mediadora y la portavoz privilegiada de un “discurso cultural y social” del que transmite a su hijo, a través de una forma modelada por su propio psiquismo, lo posible y lo prohibido, así como lo bueno y lo malo.
Una psicoanalista francesa llamada Piera Aulagnier (1975) llamó “violencia primaria” a esa “fuerza” natural y necesaria que toda madre tiene que ejercer al anticiparse a su bebé para imponerle una elección, un pensamiento o una acción, motivados por su propio deseo (el de la madre), siendo este conjunto de acciones las que van a ir constituyendo al bebé, y posterior infante, como un ser social. Esta violencia que ejerce la madre en el cuidado de su bebé se trata de una violencia que corresponde al orden de lo necesario, pues su finalidad no es la destrucción, sino la construcción de algo nuevo: un aparato psíquico, a través de la ‘puesta en marcha’ de sus procesos psíquicos.
Sin embargo, puede ocurrir que junto con la transmisión de esa violencia necesaria para nuestra constitución como seres humanos los padres introduzcan también otro tipo de violencia, que esta misma psicoanalista llamada Piera Aulagnier (1975) conceptualizó como “violencia secundaria”. Este otro tipo de violencia, a diferencia de la anterior, es una violencia perjudicial y nunca necesaria, pese a la proliferación y difusión que demuestra. Cuando los padres o sus representantes ejercen este tipo de violencia dañina y destructiva para su bebé y/o infante se están tratando de apropiar del cuerpo y la mente del niño sin tener en cuenta ni sus intereses ni deseos propios. Este tipo de violencia trata de anular toda diferencia y separación, y el otro: el niño en este caso, se reduce a ser el instrumento virtual de la satisfacción del adulto. Podríamos decir que a través de este tipo de intromisión los padres tratan de someter al niño. De este modo, la intrusión violenta y el intento de sometimiento por parte de los padres obliga al niño a tener que hacer algo con toda esa violencia que ha recibido de ellos y que, por excesiva y dañina, no ha podido metabolizar. Esta violencia que le ha sido inflingida también le despierta, a su vez, fuertes sentimientos de violencia hacia ellos. En este contexto, dos de las salidas que se le presentan serían: dirigirla al exterior o al interior de sí mismo.
Aunque haya autores que planteen la violencia como innata y a la envidia como su exponente más representativo (como M. Klein y otros autores postkleinianos), la manera en que el medio ambiental responda a la misma va a ser de especial relevancia para ellos. Todos estos autores piensan que la respuesta del medio ambiental y social que rodea al niño va a conducir los caminos futuros por los que la violencia innata discurra, de forma que pueda ser usada a favor de la vida o de la muerte.
Hay otros autores (como Otto Kenberg) que consideran que, aunque la capacidad para la violencia sea innata, se requieren de ciertas condiciones ambientales para activarse y desarrollarse. Y otros que plantean que la violencia surge a partir de la fuerza individual del ser humano como reacción a una frustración externa (tal y como lo plantea D. Winnicott).
El ser humano, desde esta perspectiva, recorrerá un camino en función de las mayores o menores frustraciones que encuentre desde su nacimiento en su relación con sus figuras parentales. Este camino iría desde la expresión de lo que puede entenderse como una violencia sin intencionalidad, pasando por otra intencional que denota odio y crueldad, hasta el control y adecuada expresión de la misma a través de fines constructivos.
Sea como fuere, la intervención y respuesta del medio ambiente, y específicamente de las figuras parentales, es básica en la constitución del psiquismo del futuro adulto. Y es justamente en los fallos y dificultades en los vínculos con los padres o sus representantes donde se instala el fenómeno de lo que luego puede llegar a ser la violencia destructiva. El sujeto violento muy fácilmente repetirá por identificación aquello a lo cual se ha visto sometido, tratando de dominar y controlar sobre el otro (a través de un mecanismo psicológico que se conoce como proyección¹ lo que no puede controlar sobre sí mismo cuando “se siente como un juguete de una fuerza psíquica que lo sobrepasa” ( P. Jeammet, 2002).
El sujeto violento se encuentra en una relación de extrema dependencia de los otros, a raíz de severas carencias infantiles (que son consecuencia de la inadecuación de los padres o sustitutos a las necesidades del niño, tanto por exceso como por defecto). Debido a esta extrema dependencia el sujeto violento puede sentir su identidad amenazada y sentirse obligado, por esta fuerza psíquica que lo sobrepasa, a hacer depender de él en espejo a la persona de la que depende y siente como una parte de sí mismo, y a la cual va a tratar de victimizar.
A través de mecanismos tales como: el desprecio, el control, la humillación, el sometimiento y la indiferencia hacia el otro/s, la persona violenta trata de evitar el sufrimiento psíquico que la desborda, ejerciendo sobre otros una violencia destructiva. A este tipo de personalidades se les denomina personalidades narcisistas, en alusión al mito griego de Narciso, el cual murió ahogado en las aguas de un lago presa de la fascinación del reflejo de su propia imagen. Una de las más descriptivas definiciones de este tipo de patología narcisista la realizó Otto Kenberg en 1975. Este autor nos la presenta de la siguiente manera:
“Los rasgos sobresalientes de las personalidades narcisistas son la grandiosidad, la exagerada centralización en sí mismos y una notable falta de interés y empatía hacia los demás, no obstante la avidez con que buscan su tributo y aprobación. Sienten gran envidia [a consecuencia también de intensos mecanismos de idealización, agregaría yo] hacia aquellos que poseen algo que ellos no tienen o que simplemente parecen disfrutar de sus vidas. No sólo les falta profundidad emocional y capacidad para comprender las complejas emociones de los demás, sino que además sus propios sentimientos carecen de diferenciación [y creo que también podríamos añadir que carecen de la capacidad para ser mentalizados y simbolizados], encendiéndose en rápidos destellos para disiparse inmediatamente. En particular, son incapaces de experimentar auténticos sentimientos de tristeza, duelo, anhelo y reacciones depresivas, siendo esta última carencia una característica básica de sus personalidades. Cuando se sienten abandonados o defraudados por otras personas, suelen exhibir una respuesta aparentemente depresiva pero que, examinada con mayor detenimiento, resulta ser de enojo y resentemiento cargado de deseos de venganza, y no verdadera tristeza por la pérdida de una persona que apreciaban”.
En una publicación de varios psicoanalistas ingleses (“Psychoanalytic Understanding of Violence and Suicide” del año 1999) se ha destacado la figura del padre como un componente esencial en el devenir de los futuros sujetos violentos. En psicoanálisis existe lo que se conoce como: “función materna” y “función paterna”. Estas funciones son unas funciones simbólicas que pueden ejercer indistintamente tanto el padre como la madre o sus sustitutos, y que son independientes del sexo del que las ejerce. La presencia simbólica de la función paterna opera como un límite a la relación de extrema unión que desde el comienzo de la vida el niño tiene con la madre. Este límite, aunque genera frustración en el niño, también le genera alivio de la ansiedad, pues le permite la separación- individuación y, por ende, diferenciación de su madre. Es la función paterna la que, a través de una puesta de límites al placer sin restricción que el niño puede sentir al sentirse el único poseedor de la madre, permite al infante constituirse y reconocerse como un ser humano con un pensamiento y unas características propias que le diferencian y distinguen del resto de los humanos.
Mientras que la función paterna representa la ley social que pone límites a la violencia destructiva del individuo, cuando el adulto abusa y trata de apropiarse del cuerpo y la mente del niño deja de representar la ley social que le precede y de la que tendría que ser garante en la medida en que se erige él mismo (el adulto) como la propia ley (‘la ley del más fuerte’).
Por tanto, bajo extremas circunstancias como cuando el niño sufre: severas enfermedades tempranas con dolor prolongado, abusos físicos o sexuales y crónicas relaciones abusivas y caóticas con los padres, la agresión despertada y sufrida por el niño se expresa esencialmente bajo la forma de una violencia primitiva dirigida hacia el exterior, y otras veces dirigida hacia el interior del propio sujeto ( Kenberg, 1995).
Podríamos decir que en el ser humano hay distintos niveles y/o tipos de agresión o violencia. Tras haber hecho referencia al primer nivel: el de la destructividad primitiva, sería importante detenernos en un segundo nivel que buscaría contener esa misma destructividad primitiva. Este es el del masoquismo, el cual no puede ser entendido sin su contraparte: el sadismo, formando ambos la constelación psíquica del sadomasoquismo. (Kenberg, 1995).
Si esta constelación se instaura como la condición exclusiva para el sujeto de alcance de la satisfacción podríamos encontramos frente a una perversión o una personalidad perversa (Freud, 1905).
El sadismo, estrechamente asociado con la crueldad, se podría definir como “el placer por infligir cualquier tipo de humillación y sometimiento”; mientras que el masoquismo, su contrapartida, podría definirse como: “el placer por el dolor y el sufrimiento, acompañados de cualquier clase de humillación y sometimiento” (Freud, 1905).
Y en esta constelación sadomasoquista considero de especial relevancia señalar el papel que juega el mecanismo psíquico de “la identificación”; puesto que, como señalan Laplanche y Pontalis (1968) “la personalidad se constituye y se diferencia por medio de identificaciones”.
La identificación la podemos definir como: “el proceso psicológico por el cual un sujeto asimila un aspecto, una propiedad o un atributo de otro y se transforma, total o parcialmente sobre el modelo de éste (Laplanche y Pontalis,1968)”. Desde esta perspectiva, las identificaciones que se producen con las figuras parentales (tomadas como modelos e ideales) van a adquirir suma importancia en esta patología, de manera tal que un sujeto puede repetir sádicamente en otro la violencia que sufrió pasivamente y vio ejercer activamente en el seno familiar. Y a la inversa, desde el masoquismo una persona puede identificarse con el progenitor víctima de los ataques sádicos del otro. Sin embargo, las cosas se presentan de forma más compleja en el masoquismo ya que, el masoquista puede incluso llegar a aceptar el dolor inflingido por el otro como una parte del amor que le profesa: “si me pega es porque me quiere” –puede llegar a expresar el masoquista. El sujeto masoquista puede además llegar a transformarse en el otro que le violenta por identificación con su agresor, disfrutando por identificación del dolor que su agresor le inflinge. (Kenberg, 1995).
Es de común acuerdo que en el masoquismo se produce una reversión del sadismo, en un principio dirigido al exterior, contra la propia persona. O sea, que detrás de todo masoquista hay profundamente también un sádico.
Pero…nos podríamos preguntar…,¿y cuáles son esos factores que trasmudan el sadismo en masoquismo? Pues bien, a esta pregunta nos contesta S. Freud (1919) en su famoso artículo “Pegan a un niño”: “En todos los casos es la conciencia de culpa [en su mayoría inconsciente] el factor que trasmuda el sadismo en masoquismo”. Pero, como decíamos antes, también en esto influye el amor (Freud, 1919) ya que, para muchos niños -como Freud también muestra -, el ser pegados por el padre puede llegar a ser entendido como un signo de amor, puesto que lo opuesto del amor no sería aquí el odio, sino la indiferencia. Como también nos señala Freud en este mismo artículo, aunque aparentemente se sea esclavo del otro, en lo más profundo también se puede sentir que es uno mismo el que domina la situación.
Creo que esta constelación psicológica a la que acabo de referirme puede ilustrarse con un fragmento del diálogo que mantienen Demetrio y Helena en la bellísima obra de Shakespeare ‘El sueño de una noche de verano’.
DEMETRIO: ¿Te adulo? ¿Te digo cosas bellas o de la forma más sincera te digo que no te amo y que no te puedo amar?
HELENA: E incluso por eso te amo más: soy tu perrillo, y Demetrio, cuanto más me maltratas, más afición te tengo; úsame como a tu perrillo: dame patadas, golpéame, maltrátame, piérdeme, sólo dame permiso, indigna como soy, para seguiros. ¿Qué peor lugar puedo rogar en tu amor –y, sin embargo, un lugar del más alto respeto para mí- que el de ser tratada como tratas a tu perro?
DEMETRIO: No tientes demasiado al odio de mi espíritu, porque me pongo enfermo cuando te miro.
HELENA: Y yo enfermo cuando no te puedo mirar.
Freud, a lo largo de su obra, trató de desentrañar el complejo problema del masoquismo para el cual, aunque su finalidad sea pasiva: “sufrir pasivamente el sufrimiento inflingido”, se requiere, por otra parte, de una gran cantidad de actividad que, en este caso, sería empleada contra la propia persona.
En un principio, él se centró en el masoquismo que vislumbró dentro de las llamadas “perversiones sexuales” (Freud, 1905). Pero, más adelante, extendió y amplió su campo de acción, tal y como lo hace en: “El problema económico del masoquismo” (1924) hacia distintos tipos y niveles de masoquismo. Algunos autores contemporáneos (como Benno Rosenberg), apoyándose en las ideas de Freud, han postulado un papel de “guardián de la vida” al masoquismo. De este modo, Benno Rosenberg llega a postular que una pequeña cantidad de masoquismo nos ayuda a vivir y tolerar el dolor de la vida.
Por último, Freud (1924) también va a postular una tercera forma más compleja de masoquismo que se apoya en los otros dos y que va a denominar “masoquismo moral”. Este se caracteriza por el intento del sujeto de destruir su vida, a consecuencia de una fuerte conciencia de culpa generalmente inconsciente para, de este modo, poder ser castigado sádicamente (vemos aquí la conjunción con el sadismo) por su conciencia moral, las leyes o los poderes del destino.
Y…llegados a este punto, podríamos ahora preguntarnos por la relación de todo lo mencionado con la mujer y la violencia ejercida sobre ella y sufrida por ella.
Nos dice Freud (1924) en su estudio sobre el masoquismo que cuanto más renuncia una persona a expresar su agresión (la cual no tiene por qué ser siempre de naturaleza destructiva), más proclive es a que ésta se vuelva contra sí misma. Desde esta perspectiva, el concienciar y verbalizar la propia agresión ya sería un primer paso para poder contenerla y canalizarla adecuadamente.
Más tarde, en 1932, en una de sus conferencias sobre “la feminidad” Freud nos dirá que, aunque desde un punto de vista sexual anatómico la feminidad se caracterice por la preferencia de fines pasivos esto no equivale a pasividad, puesto que puede ser necesaria una gran actividad para conseguir un fin pasivo. Aquí también nos alertó de que “debemos guardarnos muy bien de estimar insuficientemente la influencia de costumbres sociales que fuerzan a las mujeres a situaciones pasivas.” (…) El sojuzgamiento y la inhibición de su agresión, constitucionalmente dispuesto y socialmente impuesto puede favorecer -para Freud (1932)- el desarrollo del masoquismo en la mujer”
Aunque, si bien es cierto que autores posteriores, entre los cuales se encuentra O.Kenberg (1995), han confirmado este hecho encontrando mayor predisposición en la mujer a verse atrapada y envuelta en relaciones amorosas de este calibre, sin embargo, el masoquismo también lo encontramos en sujetos masculinos, al igual que el sadismo en personas del sexo femenino. Este fenómeno se explica, desde una perspectiva, a raíz de la disposición bisexual infantil que es la responsable de que tanto hombres como mujeres tengamos rasgos tanto masculinos como femeninos, que van a formar parte y a integrarse en la que devendrá nuestra identidad de hombre o mujer.
Pero también, para entender los procesos que dan lugar al establecimiento de la identidad femenina, hay que tener en cuenta la realidad externa que interactúa con nuestros procesos psíquicos, de forma que adquirir identidad, por medio de los ya mencionados procesos identificatorios, está referido a un proceso intrapsíquico y a su vez relacional.
Como dice Enriqueta Moreno (1995): “ Las pautas sociales de adscripción de status y roles se configuran como una segunda naturaleza donde se perfila la dialéctica entre lo que “el ser es” y lo que “debe llegar a ser”(…) Lo natural pasa a ser manipulado de forma artificial a través de ideologías que conducen a la formación de roles adscritos a la identidad sexual. Esta ideología (transmitida esencialmente por los padres y la sociedad en su conjunto) oculta y a su vez refleja el imperativo social que obedece al orden de lo convencional-convenido. Reconocer las diferencias que existen entre hombre y mujer no entraña ideología, siempre que ese conocer-reconocer las diferencias no conduzca a un planteamiento que las transforme en desigualdades.”
Y es que la transformación de las diferencias en desigualdades, desde una posición de superior- inferior, es justamente lo que ocurre y se muestra a través de algunas de las teorías sexuales infantiles. De esta forma, a lo largo de su desarrollo, el niño comienza a teorizar lo que para él supone el enigma de la diferencia de los sexos tomando como punto de partida las diferencias sexuales anatómicas (Freud, 1924). En este contexto, aparece lo que se conoce como la lógica binaria fálica propia de la que se conoce como la “etapa fálica” con la que el niño teoriza la diferencia de los sexos (fálico es quien posee el pene y castrado quien carece de él –desde esta lógica binaria excluyente-).
Pero si esta teoría sexual infantil no se elabora o no se supera, pueden aparecer detenciones en el desarrollo² que pueden tener mucho que ver con la posterior actitud del varón adulto de superioridad y desprecio hacia la mujer (considerada como castrada), así como con el sentimiento de inferioridad que sienten muchas mujeres en relación al hombre (considerándose a sí mismas como castradas frente a él).
O sea, que las actitudes mencionadas de superioridad- inferioridad que aparecen en ambos sexos guardan estrecha relación con una inmadurez que que, desde el psicoanálisis, entendemos que está en relación con el hecho de que la persona se ha quedado detenida en un momento del desarrollo infantil conocido como fase fálica. En esta fase impera lo que se conoce como una lógica binaria falocéntrica, que es una lógica de poder y exclusión que se arroga el atributo del ser y que impide que se pueda instalar otro tipo de lógica propia de los estados mentales adultos: una lógica madura que nos conduzca hacia la afirmación de la diferencia y la diversidad como la base sobre la que se sustenta la convivencia entre humanos.
Sin embargo, y más allá de lo expuesto, puede ocurrir también que, al mismo tiempo, así como a lo largo de su posterior desarrollo, la mujer también pueda ser envidiada por el varón por la posibilidad de tener hijos y por todos los misterios que la feminidad conlleva, del mismo modo que ésta le envidiaba al varón en su infancia por poseer algo de lo que ella carecía (Winnicott, 1964).Esta envidia pudiera también estar en el origen de la desvalorización que ha sufrido la mujer a lo largo de su historia, ya que el envidioso suele desvalorizar aquello que desea poseer. Y es que, como dice D. Winicott (1964): “El odio hacia la primera mujer ( la madre) tiene que poder ser transformado en gratitud para que la madurez se pueda alcanzar”.
Esta desvalorización del hombre hacia la mujer la podemos observar a lo largo de toda la historia de la humanidad, incluso en los hombres más pensantes e ilustrados. El propio Aristóteles llegaba a afirmar en su “Política”: “la fortaleza del hombre es una fortaleza para mandar, la de la mujer para servir, y lo mismo las demás virtudes”. De hecho, en el derecho romano la mujer se convierte en un objeto susceptible de apropiación. Puede observarse históricamente que las diferentes legislaciones que se han ido sucediendo a lo largo del tiempo en los distintos pueblos y naciones han regulado separadamente la capacidad jurídica de las personas según su sexo, otorgando mayor amplitud a la del hombre que a la de la mujer. El origen de esta discriminación jurídica parece arrancar, desde un punto de vista sociológico, del nacimiento de la sociedad basada en el régimen patriarcal.
Aunque esta situación, como bien sabemos, se ha modificado radicalmente gracias a los cambios que se han ido sucediendo a lo largo de la historia (no sin dificultades) aun hoy, y en unos sectores sociales más que en otros, se siguen manteniendo las desigualdades y los prejuicios. De este modo, se siguen estableciendo como valores para la mujer, desde unos restos de épocas más arcaicas: la abnegación, la renuncia impuesta y no elegida al desarrollo profesional propio, la sumisión al marido, la disponibilidad permanente, la falta de autonomía personal, etc. Estos valores se pueden infiltrar y aparecer de distintas formas en todos los distintos grupos socioculturales, pudiendo observarse un amplio espectro en la representación del ideal femenino.
A consecuencia de todo lo mencionado, es importante no perder de vista ante una ilusión de igualdad la presencia de unas fuerzas ocultas en las que esta ilusión se basa y que E. Moreno (1995) ha definido como “la violencia de lo invisible”o el poder sin nombre. Este tipo de violencia formaría parte de un entramado socialmente aceptable que trata de marcar la orientación del deseo de las personas enajenándolas y alienándolas, prescindiendo de sus pensamientos y sentimientos, e imponiendo un “ideal del yo” desde lo social, haciendo uso del gran poder de influencia y control que poseen los medios de información. Estos mensajes que se le ofrecen a la mujer pueden ser ambivalentes y contradictorios, puesto que, por ejemplo, por un lado se puede llegar a exaltar la maternidad y por el otro, desvalorizar el trabajo doméstico.
Al mismo tiempo, el ideal que se le impone a la mujer puede ser un ideal enormemente exigente y frustrante por inalcanzable, que puede ser generador de patologías que se manifiestan a través de conflictos somáticos y relacionales: estrés por agotamiento, depresiones por insatisfacción, pérdida de autoestima, culpa, disociaciones, etc. (E. Moreno,1995).
Creo que muy vinculada con este tipo de “violencia invisible” podemos encontrar otra que puede ser ejercida de modo inconsciente e indirecto y que pienso puede estar en relación con una incapacidad de percibir, concienciar y asumir la propia violencia, quedando de este modo, al no ser asumida por la persona que la ejerce, como apartada y separada del resto de su personalidad³. Como ejemplo de este tipo de violencia al que trato de referirme, puede dar cuenta la siguiente noticia que, en su día, se publicó en distintos periódicos: “Una niña de cinco años quedó ciega y sufrió daños cerebrales por culpa de un jarabe, a consecuencia de un error del farmacéutico al elaborar una fórmula magistral”.
Paralelamente, y en otro orden de cosas, recibimos permanentemente información de casos de malos tratos que llegan, en muchos casos, a derivar en asesinatos perpetrados por hombres hacia las mujeres, las cuales son, en un amplio espectro, sus compañeras sentimentales. Según las estadísticas, la mayoría de ellas tardan una media de entre cinco a siete años en poner la primera denuncia alegando, al preguntárseles por el motivo de su demora, la creencia en el arrepentimiento del agresor. En medio de todo este terrible fenómeno que nos sobrepasa, un médico forense: Miguel Lorente, publicó un libro titulado: “Mi marido me pega lo normal”.
Llegados a este punto, y en relación con todo lo dicho previamente, sería importante el seguir preguntándonos y pensando por esa fuerza que lleva a los hombres a semejantes crueldades y barbaries, y por aquella otra que impide a la mujer el desligarse a tiempo de su agresor.
De acuerdo a lo expuesto anteriormente, nos vemos requeridos a pensar que muchas de estas mujeres ya han sido víctimas en su infancia, de una u otra manera, de una fuerte carga de violencia en sus hogares.
Numerosas veces en la clínica vemos cómo las mujeres eligen a su pareja según el modelo masculino que se les ha ofrecido desde su infancia, pero también vemos que no sólo repiten con sus parejas su mala relación con el padre sino que, en numerosas ocasiones, pueden también trasladar y repetir con la pareja, a niveles más profundos e inconscientes, su relación con la madre. Y es que, como nos dice Freud (1931) en su artículo “Sobre la sexualidad femenina”: “La dependencia paterna en la mujer asume la herencia de una vinculación no menos poderosa con la madre”. O sea, que antes de que la niña se acerque a su padre y le tome como el modelo sobre el que elegirá a su futuro compañero sentimental, la niña va a establecer una profunda relación con la madre que va a tener también importantes incidencias para su futura manera de relacionarse, tanto con los hombres como con las mujeres.
Si en la relación con la madre o su representante ha habido fallos o fracasos (tanto por carencias como por excesos de intrusiones en el vínculo con ella), el bebé y posterior niño que, como tal, se encuentra en una relación esencialmente asimétrica respecto al adulto, se puede llegar a sentir desbordado por un exceso de violencia que le sobrepasa y no puede metabolizar, y que va a encontrarse en la base de posteriores patologías. Entre ellas nos podemos encontrar con toda una gama de vínculos de tipo sadomasoquista a los que previamente me he referido. De esta manera, la persona que ha sido víctima de un exceso de violencia por parte de sus figuras parentales puede encontrarse más predispuesto a repetir en y sobre otros aquello que ha sufrido pasivamente a través de conductas y actitudes sádicas. De la misma forma, también va a poder estar predispuesta a repetir, desde conductas y actitudes masoquistas, lo que sufrió pasivamente, pero en este segundo momento desde una pasividad buscada y anhelada a través de una complicidad inconsciente con el sadismo de su agresor. La forma que estas patologías adopten va a depender en gran medida de la historia posterior del sujeto y de sus capacidades para elaborar los traumas sufridos.
Como algunos autores apuntan, entre los que se encuentra O.Kenberg (1995), una cultura excesivamente paternalista puede reforzar el masoquismo en la mujer y los componentes sádicos en el hombre. Sin embargo, es también de suma importancia poder diferenciar (tal y como han puesto de manifiesto autoras feministas) la opresión objetiva del placer inconsciente masoquista, aunque un componente pueda complementar al otro (Kenberg, 1995). Tanto esto es así, que las estadísticas también nos enseñan que el mayor índice de porcentajes de mujeres muertas a manos de sus maltratadores es el referido a todas aquellas que estaban separadas o en proceso de separación. Por este motivo, considero que es de suma importancia que éstas conozcan todos los recursos sociales que el Estado, como garante y protector de sus derechos, les ofrece.
Aunque es de enorme importancia poder diferenciar las situaciones objetivas sociales y económicas que pueden impedir a la mujer abandonar sus relaciones, también es cierto que en numerosas ocasiones nos podemos encontrar con mecanismos defensivos del tipo de: las racionalizaciones, negaciones y proyecciones de la propia violencia en el agresor (del mismo modo que el agresor también la proyecta en el agredido), que pueden llevar a la mujer a perpetuar la relación sadomasoquista en la que se haya atrapada, y que es imprescindible poder identificar para que la desesperanza pueda empezar a transformarse en esperanza.
Aunque la destrucción forma parte del ser humano y haya autores que han llegado a concluir con Hobbes que “el hombre es un lobo para el hombre” (“Homo homini lupus”), también es cierto que en el desarrollo del ser humano aparece otra alternativa muy importante a la destrucción, y ésta es la construcción. La necesidad de construir y reparar se relaciona con la aceptación responsable por parte del niño durante su proceso de crecimiento del aspecto destructivo de su naturaleza y, en especial, el de la violencia referida a aquellos seres que a la vez que ama también puede odiar (Winnicott, 1964). Decía Oscar Wilde que “el hombre puede matar aquello que ama”. Por este motivo, los padres y sus representantes juegan un papel esencial en la facilitación de todos estos procesos madurativos de aceptación, responsabilización y adecuada canalización del odio y la violencia, al servicio de la vida y no de la muerte.
Cuando en el año 1932, tras los devastadores y terribles efectos de la primera guerra mundial, Albert Einstein y Sigmund Freud sostuvieron un legendario diálogo por correspondencia, se piensa que nació una de las experiencias de debate ético-político más interesantes de la historia. Este versó sobre uno de los temas más complejos e inextricables de nuestra civilización: “¿Por qué la guerra?”. Para Einstein la pregunta fundamental que se le planteaba era, a su juicio, “la pregunta más importante de la que se le plantean a la civilización”. La formulaba así: “¿Hay una manera de liberar a los seres humanos de la fatalidad de la guerra?”.
Quisiera terminar mi exposición con algunas citas del propio Freud extraídas de su correspondencia con Einstein, así como con unos versos del poema “Masa” de César Vallejo.
Dice Freud:
“No se trata de eliminar del todo las tendencias agresivas humanas; se puede intentar desviarlas, de modo que no necesiten buscar su expresión en la guerra”.
“Todo lo que establezca vínculos afectivos entre los seres humanos debe actuar contra la guerra. (…) Todo lo que establezca solidaridades significativas entre los seres humanos despierta este tipo de sentimientos comunes, las identificaciones. Sobre ellas se funda en gran parte la estructura de la sociedad humana.”
“¿Cuánto debemos esperar hasta que también los demás se tornen pacifistas? Es difícil decirlo, pero quizá la esperanza de que la influencia de estos dos factores –la actitud cultural y el fundado temor a las consecuencias de la guerra futura- pongan fin a los conflictos bélicos en un plazo limitado no sea utópica. No es posible adivinar por qué caminos o rodeos se logrará este fin. Por ahora sólo podemos decirnos: todo lo que impulsa la evolución cultural actúa contra la guerra.”
Dice César Vallejo:
MASA
Al fin de la batalla,
y muerto el combatiente, vino hacia él un hombre
y le dijo: “No mueras, te amo tanto!”
Pero el cadáver ¡ay! Siguió muriendo.
Se le acercaron dos y repitiéronle:
“No nos dejes! ¡Valor! ¡Vuelve a la vida!”
Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.
Acudieron a él veinte, cien, mil, quinientos mil,
clamando: “Tanto amor y no poder nada contra la muerte!”
Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.
Le rodearon millones de individuos,
con un ruego común:”¡Quédate hermano!”
Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.
Entonces, todos los hombres de la tierra
le rodearon; les vio el cadáver triste, emocionado;
incorporóse lentamente,
abrazó al primer hombre; echóse a andar…
CESAR VALLEJO
Fdo:© Mercedes Puchol Martinez (Julio, 2015)
-Conferencia dirigida a los alumnos de la Fundación Ortega-Marañón.
1- Proyección : Mecanismo psicológico por medio del cual una persona expulsa fuera de sí y localiza en el otro (persona o cosa) cualidades, deseos y sentimientos que no reconoce o que rechaza de sí mismo.
2- A este tipo de detenciones se les conoce en psicoanálisis como fijaciones, las cuales pueden variar en su grado de intensidad.
3- Escindida y/o disociada.