Autor -Mercedes Puchol

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Reflexiones acerca de un caso de depresión
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La violencia ejercida sobre la mujer
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La violencia sobre las mujeres

Reflexiones acerca de un caso de depresión

He querido comenzar mi exposición sobre «Reflexiones acerca de un caso de depresión» con esta cita tomada de una de las grandes obras del maestro Shakespeare, porque el caso del que les voy a hablar hoy, considero tiene que ver con todo eso referente al dolor y a la tristeza que no pueden hablar a través de la palabra y que «anega el corazón y le dice que estalle«.

«Amigo, no caléis vuestro sombrero para ocultar los ojos. Cededle la palabra a la tristeza; el dolor que no habla, anega el ya repleto corazón y le dice que estalle«.

Macbeth, Acto IV, Esc. 3a.

El caso que les voy a relatar es el de una paciente de 38 años de edad a la que traté personalmente, casada y con dos hijas de 14 y 4 años de edad respectivamente. Nuestra paciente, a la que voy a llamar Concha, tuvo su primer hijo varón a los 28 años y, cuando el niño contaba con cuatro años, falleció víctima de un accidente de tráfico que ocurrió durante el viaje que realizaba la paciente para reunirse con el marido y padre de la criatura. Por el relato de Concha, parece ser que estando ella, que era quien conducía el vehículo, un tanto distraída, no pudo percatarse de la venida de otro vehículo que en un cruce de caminos se saltó el stop correspondiente y arrolló al coche en que viajaban ella y su hijo. Nuestra paciente sobrevivió al accidente sin graves secuelas, pero el niño falleció tras estar una semana en coma.

Concha acudió a la consulta seis años después del trágico suceso, aquejada de un grave estado de «nervios y dolores«. «Los dolores se apoderan de mis nervios o los nervios de mis dolores«- solía decir. Describía su estado de ansiedad como el de un sentir permanentemente «una opresión en el pecho y una especie de susto metido dentro» y consideraba como un reflejo de su estado: sus fuertes jaquecas, que iban frecuentemente acompañadas de vómitos, sudoraciones y frío; así como su insomnio, pérdida de apetito y ganas de vivir. La paciente relacionaba su «estado de ansiedad, tristeza y dolor» con la muerte de su hijo, de la que se consideraba responsable llegando a afirmar que «todo se debió a su distracción», motivo por el cual solía repetir que «hubiese deseado que la hubieran metido en la cárcel». Sus sentimientos de culpa y sus continuos autorreproches eran de dimensiones inconmensurables, hasta el extremo de sentirse permanentemente responsable de cualquier infortunio que sucedía en su entorno. «Es que yo soy una gafe» -solía decir. En Concha eran recurrentes los sueños del tipo en que ella se encontraba en un cementerio y un niño pequeño la llamaba desde una de las tumbas con una voz dulce diciendo: «mamá, mamá, ven». También contaba que por las noches solía, en un estado de sonambulismo, arañar la pared de la cabecera de su cama y el almohadón en que dormía. Tras haber dado ya a luz a su segunda hija, embarazo en el cual decía que tenía la ilusión de recuperar al hijo perdido, y cuando Concha contaba con 36 años de edad, hizo dos intentos de suicidio aduciendo que «al habérselo prometido a su hijo, se sentía obligada a hacerlo». Cuando vino a visitarme por primera vez, la paciente se encontraba en un grave estado de angustia, ansiedad y tristeza, al que he hecho referencia anteriormente; así como de enajenación de la realidad, hasta el punto de que no podía prácticamente hacerse cargo de ninguna tarea, motivo por el cual tuvo que pedir la excedencia en su trabajo.

Tras esta breve exposición del caso, desearía comenzar a ilustrar, sirviéndome del mismo, el tema que aquí nos ocupa: «La depresión«. Como habrán podido observar se trata éste de un caso de depresión mayor, antiguamente llamada melancolía, que se erige sobre la imposibilidad de elaborar un duelo: la muerte de un hijo. Y es que como dice el psicoanalista Carlos Paz: «Acaso sea uno de los pilares para enfrentar y tolerar nuestra agresividad y la ajena, la aceptación racional y madura de duelos inevitables, y las experiencias repetidas de surgir de ellos profundamente modificados, e inclusive enriquecidos» (C. Paz, 1993). Pero… ¿por qué nuestra paciente no pudo elaborar este duelo y cayó sumida en la más profunda de las melancolías? Y… ¿cómo se puede ayudar a alguien a ir saliendo de un estado semejante? Responder a estas cuestiones es algo de difícil envergadura pero, gracias al «poder de las palabras», el dolor puede empezar a ser pensado y sentido de otra manera.

Yo decidí emprender con la paciente una psicoterapia en la que me propuse como meta fundamental el que ella pudiera beneficiarse del tener un espacio para pensar acerca de esta terrible desgracia y de todos los sentimientos que la invadían e impedían poder elaborar esta pérdida. Como ya les dije en otra mi anterior conferencia, el estado de depresión y duelo normal son semejantes en todo excepto en dos cosas¹: la primera es que en el duelo normal la pérdida por la que se sufre permanece en la conciencia, mientras que en la depresión, el afectado en cuestión ignora que está haciendo el duelo por una pérdida, ya que ésta (la pérdida por la que está sufriendo) permanece fuera de la conciencia; la segunda cosa es que en el duelo normal no disminuye la autoestima, mientras que en el estado de depresión ésta está altamente disminuida, dando lugar a la aparición de: autorreproches, autoacusaciones y expectancia de castigo. A esto hay que añadir dos características más: que en el caso de quien sufre un duelo normal el mundo ha quedado pobre y vacío, mientras que en el caso del melancólico, es el mismo melancólico el que se siente empobrecido y despreciable (Freud,1992).

¿Qué ha ocurrido en nuestro caso? ¿Dónde está la clave del enigma? Nuestra paciente nos da la respuesta con sus propias palabras: «Es como si sintiera como una sombra que no me dejara vivir«-dijo una vez. Durante el curso del tratamiento pudimos ver juntas cómo esa sombra era «la sombra de su hijo que caía sobre ella» y la impedía vivir, ocupando toda su mente y no dejando ningún espacio para su propia persona y el resto de sus seres queridos: fundamentalmente sus dos hijas y su marido. Juntas fuimos descubriendo que el modo de no perder a su hijo era el identificarse con él: pareciéndose a él, pues Concha actuaba y por momentos hablaba como un niño de dos o tres años, y muriéndose como él: dándose muerte a ella misma en sus dos intentos de suicidio. «A veces, cuando veo por la calle un entierro, lo sigo, y me parece que soy yo misma la que está en el ataúd«- solía decirme.

Pero… ¿por qué nuestra paciente se identificaba tan masivamente con su hijo muerto, hasta el punto de romper prácticamente todo vínculo con la vida y con los vivos? Y… ¿qué era aquello que junto a esta dramática pérdida también había perdido y de lo cual nada sabía, a excepción de que la había conducido a la más profunda de las melancolías? Paulatinamente, durante el curso del tratamiento, Concha pudo hablar de su imposibilidad de aceptar la muerte de su hijo y de sus ya grandes dificultades, previas a la muerte del mismo, de separarse de él. ¿Qué significaba todo esto y cómo se entendería? En Concha, había una sobrevaloración de este hijo, hasta el extremo de llegar a decir que «solía pasearlo por el vecindario creyendo que era la envidia de sus amigas» que creía deseaban tener un hijo varón como el suyo. Esta sobrevaloración del niño estaba íntimamente relacionada, como juntas pudimos descubrir, con el hecho de que este hijo suyo representaba su ideal personal, de manera tal que todo lo que ella consideraba éxitos o virtudes del niño los vivía narcisísticamente como si se trataran de las propias. Podríamos decir que en la mente de la paciente ya no había, anterior al fallecimiento del niño, una necesaria separación entre ella y su hijo, de forma que pudiera verlo como una personita individualizada y separada de ella.

Para Concha su hijo era como una especie de prolongación de ella misma, puesto que deseaba que fuese de acuerdo a su ideal, sin poderle reconocer como un ser humano con sus propios deseos e idiosincrasia. Tanto era así, que la paciente llegó a decir en el curso de la psicoterapia: «Yo creo que Dios me ha quitado a mi niño como signo de castigo por mi soberbia«. Y es que, de fondo, esta dificultad suya de separarse del niño reconociéndole como un ser humano individualizado le creaba mucha culpa y mucha rabia al mismo tiempo. ¿Por qué culpa y por qué rabia?

Culpa porque profundamente sabía que no estaba ayudando a su niño en su propio proceso de crecimiento y maduración, estando exigiéndole que respondiera a un ideal que ella y sólo ella había forjado para él en su mente, motivo por el cual creo que Concha se acusaba a sí misma de «soberbia».

Y rabia porque, inevitablemente, un vínculo de estas características no puede sino evidenciar una extrema dependencia que se erige sobre un desvanecimiento de los límites entre el yo y el otro. A esta culpa y a esta rabia a las que he hecho referencia, se sumaban otras de diferentes características tras el fallecimiento del niño. En un rincón de su mente, pudimos descubrir que albergaba Concha una especie de rabia y resentimiento hacia el hijo muerto por diversos motivos: por haberse muerto, por haberla abandonado, por haberle provocado un sentimiento de impotencia, por no haberse dejado reparar y por haberse llevado consigo, como hemos podido ver, una parte muy preciada de ella misma. Debido a que Concha era una persona implacablemente crítica y exigente con ella misma, no se podía permitir que todos esos sentimientos afloraran a su conciencia, pudiendo así ser tramitados de otra manera. De este modo, al no poder por estas razones desasirse de estos sentimientos, la inundaban de culpa, culpa que yo conceptualizaría como una «culpa persecutoria» que tenía que expiar a través de todos sus síntomas: tanto físicos (dolores, cefaleas, vómitos...) como síntomas psíquicos (angustia, insomnio, infantilismo…). Podríamos decir que todos esos reproches escondidos que, de alguna manera, le hacía a su hijo por no haber sobrevivido al trágico accidente la llenaban de culpa, tornándose -a consecuencia de la misma- en reproches de una parte de su yo (su conciencia moral) contra otra parte de su yo, dando lugar a los autorreproches característicos de toda melancolía o depresión y que tienen su origen en los reproches dirigidos a la persona o ser abandonante. A todo esto, además, se añadían lo que la paciente sentía como responsabilidad propia en la causa del accidente y la angustia de haber sobrevivido a la muerte del hijo.

De todo esto podríamos extraer una premisa general para el tema que hoy nos ocupa, y es ésta: a mayor dependencia de la persona amada, mayor debilitamiento del propio yo y, consecuentemente, mayor rabia inconsciente albergada contra la persona por haberse ido llevándose consigo una parte privilegiada del propio yo, círculo que desemboca en un aumento de la «culpa persecutoria» que impide la buena elaboración del duelo. Contraria y paradójicamente: a menor dependencia de la persona amada, mayor fortalecimiento del propio yo y, concomitantemente, menor rabia inconsciente guardada hacia la persona que se pierde en la realidad como vínculo de amor y, consecuentemente, menor culpa persecutoria y mayor aparición de sentimientos del tipo de: la pena , la nostalgia y el dolor, que poseen una connotación mucho más saludable y permiten y favorecen el aumento de la preocupación, la responsabilidad y la capacidad reparatoria a través de nuevas metas; en definitiva, la buena y auténtica elaboración del duelo. Por todo esto a lo que he hecho referencia, nuestra paciente no podía transformar la naturaleza de su culpa, impidiendo que esta culpa persecutoria deviniera lo que yo llamaría una «culpa responsable/ reparatoria», que estaría más unida a la vida que a la muerte.

Como saben, etimológicamente el término «duelo» tiene dos acepciones: la de dolor, y la de desafío y combate entre dos. Pues bien, ambas acepciones pueden aplicarse a nuestro caso en cuestión. Cuando Concha pudo ir poniendo palabras a sus distintos sentimientos con ayuda de la psicoterapia, pudo ir pensándolos y nombrándolos, así como dándose el permiso para poder sentirlos; empezando así a poder combatir y desafiar a los aspectos persecutorios del hijo muerto que llevaba dentro y, por tanto, de ella misma, y a asimilar los aspectos positivos y bondadosos del mismo, consiguiendo de este modo ir transformando su persecución en dolor y tristeza por el hijo perdido.

Para que ustedes puedan comprender como se fue plasmando el inicio de este proceso en el curso de la psicoterapia, les voy a relatar uno de los últimos sueños que de ella conservo: «Soñé que estaba en un pozo -dijo. Pero un pozo en el que había poca agua, que no cubría mucho. Y entonces me tiraban una escalera para que subiera, y yo trataba de agarrarme a la escalera con todas mis fuerzas, pero no podía acabar de subir y salir afuera. Es que todos los sueños que tengo últimamente son de ese tipo, muy parecidos a éste.» Juntas pudimos ver cómo estos sueños respondían a su deseo de ir saliendo del pozo en que se hallaba ahogada en sus terribles persecuciones y deseos de morir para, con ayuda de la escalera que le íbamos tendiendo los de afuera: sus seres queridos y yo en la psicoterapia, poder ir reuniéndose con todos aquellos que habitan «el mundo de los vivos«. Este empezar a ir habitando el mundo de los vivos comenzó a reflejarse en su deseo y plasmación en la realidad de un «comenzar a estar vivamente» con su familia y sus amigos. También empezó Concha a poder ir haciendo de su dolor algo creador, emparentado con la vida, en vez de con la muerte. En la paciente surgió un interés por la botánica y jardinería, y un día llegó a la sesión diciéndome algo que verdaderamente me sobrecogió. «Este fin de semana -me dijo- he ido con mi familia a la casita de la playa y me he dedicado a plantar pensamientos, que son las flores que a mí más me gustan». Y es que Concha, a medida que iba «plantando sus pensamientos» en todo ese espacio que tenía conmigo en su psicoterapia, podía ir paralelamente «plantando pensamientos» en la realidad, en definitiva, empezó a poder crear, a poder «ir dando vida, con su vida» en vez «dar muerte (dándose muerte), con su muerte». De este modo, con la aceptación de la durísima pérdida que había sufrido, pudo Concha desatarse de lo que en términos metapsicológicos conceptualizaría como un «muerto-vivo«(una figura interna: la del hijo muerto, que no puede morir ni vivir del todo), que habitaba su interior y la sometía y tiranizaba en forma más o menos encubierta (Baranger, 1969).Sin embargo, cuando Concha empezó a avanzar en su proceso de duelo, la parte muerta de su «muerto-vivo» pudo comenzar a morirse, y la parte viva pudo empezar a integrarse en su yo dándole vida y permitiéndole dar vida ( la paciente «plantó pensamientos»), siendo esto una expresión de sus deseos de reparación.

Y es que la posibilidad de poder pensar y entender junto a otra persona que no actúa juzgando, sino comprendiendo, el psicoterapeuta en este caso, los distintos sentimientos que mi paciente sentía (valga la redundancia), permite rescatar toda una serie de aspectos valiosos en aquellos sentimientos que son rechazados por inconciliables con el propio yo, pudiendo ser usados en beneficio, y no en perjuicio, de la persona. Y es que el poder hacer el trabajo de duelo por las pérdidas resulta en una profundización de la relación del individuo con las «figuras internas» que conservamos dentro de nosotros, en la felicidad de reconquistarlas internamente, después de haber sentido su pérdida, y en una mayor confianza y amor por ellas (Grinberg, 1988).

Mi trabajo con Concha consistió, por tanto, en que paulatinamente y gracias a las posibilidades que ofrecen las palabras pudiera la paciente, retomando la cita del maestro Shakespeare, «[dejar de calar su] sombrero para ocultar los ojos: cediéndole la palabra a la tristeza; [pues] el dolor que no habla, anega el ya repleto corazón y le dice que estalle».

Muchas gracias por vuestra atención.

(1) El motivo por el que se toma el modelo del estado de duelo para explicar la depresión es porque ambos comparten similares características: estado de ánimo doloroso, cese del interés por el mundo exterior, pérdida de la capacidad de amar e inhibición de la productividad.

Fdo:© Mercedes Puchol Martinez (Mayo, 1999)

La violencia ejercida sobre la mujer

El asunto que hoy nos ocupa no sólo trata de un tema de alta relevancia y gravedad,  sino también enormemente complejo y dificultoso para ser trasmitido y pensado en un tiempo breve. A pesar de todo ello voy a intentar trasmitirles algunas reflexiones sobre la violencia ejercida sobre la mujer.

Para ello voy a organizar mi exposición alrededor de los siguientes puntos que voy a desarrollar desde una orientación psicoanalítica.

El primer punto que trataré lo referiré a la descripción, tipos, origen y  causas de la violencia. El segundo, lo centraré en la mujer y en los posibles factores que pueden hacer de ella un ser vulnerable a la violencia del otro, así como en la interacción que tiene lugar entre el maltratador y la persona maltratada, intentando profundizar, asimismo, en los motivos por los cuales la mujer puede dejarse atrapar y entrar en un ciclo de violencia destructiva. Por último, compartiré con ustedes algunas de las respuestas y salidas que desde el psicoanálisis se han dado en relación  al fenómeno de la destrucción a través del ejercicio de la violencia.

La palabra “violencia” proviene del latín “violentus” que a su vez deriva de “vis” que significa: “fuerza, poder”. De hecho, se puede definir la violencia como: “la cualidad de lo que actúa con fuerza o intensidad extraordinaria”. O sea, que en principio la violencia (“fuerza”) no es ni buena ni mala en sí misma, sino que esta cualidad la adquiere de acuerdo a la relación que experimente en función de su destino o fin hacia el que se dirija. (Freud, 1915) Por este motivo, sería conveniente diferenciar distintos planos y tipos de violencia en función de la finalidad para la que ésta es ejercida.

Distintos autores (entre ellos J. Bergeret) estarían de acuerdo en considerar la existencia de una violencia innata y necesaria que estaría en relación con la afirmación de uno mismo, la lucha por la supervivencia y la autodefensa, y que poco tiene que ver con la violencia inútil y destructiva o la crueldad. De hecho, la palabra “agresividad” que también proviene del latín: “aggredior” y que  guarda estrecha relación con la violencia, al par que “atacar”, significa: “acercarse, dirigirse, sondear”.

Sin embargo, el ser humano es ante todo un ser social cuyo intercambio con un ambiente social estructura la realidad como una realidad psíquica sujeta al orden de lo simbólico. Y es que, como opinan muchos antropólogos, lo que esencialmente y cualitativamente nos diferencia del resto de animales es nuestra capacidad de simbolizar. Por este motivo, el ser humano está sujeto a los avatares problemáticos de una historia social, y fundamentalmente singular, que no se deja predecir de antemano y que se origina en la relación con los otros.

A consecuencia de la inmadurez y mayor vulnerabilidad del ser humano en relación a otras criaturas, éste requiere de la presencia de otro ser humano: la madre o sus sustitutos, para devenir específicamente humano. Y es a partir del primer encuentro del bebé con su madre que el psiquismo va a comenzar a constituirse como tal. En este encuentro la madre, a través de los cuidados corporales, le va a ofrecer a su bebé algo muy importante: actos, palabras y afectos, y ese “algo” que la madre le presenta se va a anticipar a las aun muy inmaduras posibilidades de respuesta del bebé. El bebé, entonces,  va a tener que metabolizar lo que su madre le ofrece para poder apropiárselo. Esta apropiación por parte del bebé de todo aquello que la madre le otorga va a constituir el primer pilar de su futuro aparato psíquico.

Cuando la madre realiza y ofrece a  su bebé todos estos actos, palabras  y afectos su intención y finalidad  es, en principio, esencialmente amorosa. De esta forma la madre, a través de este ofrecimiento, va a ser también la mediadora y la portavoz privilegiada de un “discurso cultural y social” del que transmite a su hijo, a través de una forma modelada por su propio psiquismo, lo posible y lo prohibido, así como lo bueno y lo malo.

Una psicoanalista francesa llamada Piera Aulagnier (1975) llamó “violencia primaria” a  esa “fuerza” natural y necesaria que toda madre tiene que ejercer al anticiparse a su bebé para imponerle una elección, un pensamiento o una acción, motivados por su propio deseo (el de la madre), siendo este conjunto de acciones las  que van a ir constituyendo al bebé, y posterior infante, como un ser social. Esta violencia que ejerce la madre en el cuidado de su bebé se trata de una violencia que corresponde al orden de lo necesario, pues su finalidad no es la destrucción, sino la construcción de algo nuevo: un aparato psíquico, a través de la ‘puesta en marcha’ de sus procesos psíquicos.

Sin embargo, puede ocurrir que junto con la transmisión de esa violencia necesaria para nuestra constitución como seres humanos los padres  introduzcan también otro tipo de violencia, que esta misma psicoanalista llamada Piera Aulagnier (1975) conceptualizó como “violencia secundaria”. Este otro tipo de violencia, a diferencia de la anterior,  es una violencia  perjudicial y nunca necesaria, pese a la proliferación y difusión que demuestra. Cuando los padres o sus representantes ejercen este tipo de violencia dañina y destructiva para su bebé y/o infante se están tratando de apropiar del cuerpo y la mente del niño sin tener en cuenta ni sus intereses ni deseos propios. Este tipo de violencia trata de anular toda diferencia y separación, y el otro: el niño en este caso, se reduce a ser el instrumento virtual de la satisfacción del adulto.  Podríamos decir que a través de este tipo de  intromisión los padres tratan de someter al niño. De este modo, la intrusión violenta y el intento de sometimiento por parte de los padres obliga al niño a tener que hacer algo con toda esa violencia que ha recibido de ellos y que, por excesiva y dañina, no ha podido metabolizar. Esta violencia que le ha sido inflingida también le despierta, a su vez, fuertes sentimientos de violencia hacia ellos. En este contexto, dos de las salidas que se le presentan serían: dirigirla al exterior o al interior de sí mismo.

Aunque haya autores que planteen la violencia como innata y a la envidia como su exponente más representativo  (como M. Klein y otros autores postkleinianos), la manera en que el medio ambiental responda a la misma va a ser de especial relevancia para  ellos. Todos estos autores piensan que la respuesta del medio ambiental y social que rodea al niño va a conducir los caminos futuros por los que la violencia innata discurra, de forma que pueda ser usada a favor de la vida o de la muerte.

Hay otros autores (como Otto Kenberg) que consideran que, aunque la capacidad para la violencia sea innata, se requieren de ciertas condiciones ambientales para activarse y desarrollarse. Y otros que plantean que la violencia surge a partir de la fuerza individual del ser humano como reacción a una frustración externa (tal y como lo plantea D. Winnicott).

El ser humano, desde esta perspectiva, recorrerá  un camino en función de las mayores o menores frustraciones que encuentre desde su nacimiento en su relación con sus figuras parentales. Este camino  iría desde la expresión de lo que puede entenderse como una violencia sin intencionalidad, pasando por otra intencional que denota odio y crueldad, hasta el control y adecuada expresión de la misma a través de fines constructivos.

Sea como fuere, la intervención y respuesta del medio ambiente, y específicamente de las figuras parentales, es básica en la constitución del psiquismo del futuro adulto. Y es justamente en los fallos y dificultades en los vínculos con los padres o sus representantes donde se instala el fenómeno de lo que luego puede llegar a ser la violencia destructiva. El sujeto violento muy fácilmente repetirá por identificación aquello a lo cual se ha visto sometido, tratando de dominar y controlar sobre el otro (a través de un mecanismo psicológico que se conoce como proyección¹ lo que no puede controlar sobre sí mismo cuando “se siente como un juguete de una fuerza psíquica que lo sobrepasa” ( P. Jeammet, 2002).

El sujeto violento se encuentra en una relación de extrema dependencia de los otros, a raíz de severas carencias infantiles (que son consecuencia de la inadecuación de los padres o sustitutos a las necesidades del niño, tanto por exceso como por defecto). Debido a esta extrema dependencia el sujeto violento puede sentir su identidad  amenazada y sentirse obligado, por esta fuerza psíquica que lo sobrepasa, a hacer depender de él en espejo a la persona de la que depende y siente como una parte de sí mismo, y a la cual va a tratar de victimizar.

A través de mecanismos tales como: el desprecio, el control, la humillación, el sometimiento y la indiferencia hacia el otro/s, la persona violenta trata de evitar el sufrimiento psíquico que la desborda, ejerciendo sobre otros una violencia destructiva. A este tipo de personalidades  se les denomina personalidades narcisistas, en alusión al mito griego de Narciso, el cual  murió ahogado en las aguas de un lago presa de la fascinación del reflejo de su propia imagen. Una de las más descriptivas definiciones de este tipo de patología narcisista la realizó Otto Kenberg en 1975. Este autor nos la presenta de la siguiente manera:

“Los rasgos sobresalientes de las personalidades narcisistas son la grandiosidad, la exagerada centralización en sí mismos y una notable falta de interés y empatía hacia los demás, no obstante la avidez con que buscan su tributo y aprobación. Sienten gran envidia [a consecuencia también de intensos mecanismos de idealización, agregaría yo] hacia aquellos que poseen algo que ellos no tienen o que simplemente parecen disfrutar de sus vidas. No sólo les falta profundidad emocional y capacidad para comprender las complejas emociones de los demás, sino que además sus propios sentimientos carecen de diferenciación [y creo que también  podríamos añadir  que carecen de la capacidad para ser mentalizados y simbolizados], encendiéndose en rápidos destellos para disiparse inmediatamente. En particular, son incapaces de experimentar auténticos sentimientos de tristeza, duelo, anhelo y reacciones depresivas, siendo esta última carencia una característica básica de sus personalidades. Cuando se sienten abandonados o defraudados por otras personas, suelen exhibir una respuesta aparentemente depresiva pero que, examinada con mayor detenimiento, resulta ser de enojo y resentemiento cargado de deseos de venganza, y no verdadera tristeza por la pérdida de una persona que apreciaban”.

En una  publicación de varios psicoanalistas ingleses (“Psychoanalytic Understanding of Violence and Suicide” del año 1999) se ha destacado la figura del padre como un componente esencial en el devenir de los futuros sujetos violentos. En psicoanálisis existe lo que se conoce como: “función materna” y “función paterna”. Estas funciones son unas funciones simbólicas que pueden ejercer indistintamente tanto el padre como la madre o sus sustitutos, y que son independientes del sexo del que las ejerce. La presencia simbólica de la función paterna opera como un límite a la relación de extrema unión que desde el comienzo de la vida el niño tiene con la madre. Este límite, aunque genera frustración en el niño, también le genera alivio de la ansiedad, pues le permite la separación- individuación  y, por ende, diferenciación de su madre.  Es la función paterna la que, a través de una puesta de límites al placer sin restricción que el niño puede sentir al sentirse el único poseedor de la madre, permite al infante constituirse y reconocerse como un ser humano con un pensamiento y unas características propias que le diferencian y distinguen del resto de los humanos.

Mientras que la función paterna representa la ley social que pone límites a la violencia destructiva del individuo, cuando el adulto abusa y trata de  apropiarse del cuerpo y la mente del niño deja de representar  la ley social que le precede y de la que tendría que ser garante en la medida en que se erige él mismo (el adulto) como la propia ley (‘la ley del más fuerte’).

Por tanto, bajo extremas circunstancias como cuando el niño sufre: severas enfermedades tempranas con dolor prolongado, abusos físicos o sexuales y crónicas relaciones abusivas y caóticas con los padres, la agresión despertada y sufrida  por el niño se expresa esencialmente bajo la forma de una violencia primitiva dirigida hacia el exterior, y otras veces dirigida hacia el interior del propio sujeto ( Kenberg, 1995).

Podríamos decir que en el ser humano hay distintos niveles y/o tipos de agresión o violencia. Tras haber hecho referencia al primer nivel: el de la destructividad primitiva, sería importante detenernos en un segundo nivel que  buscaría  contener esa misma destructividad primitiva. Este es el del masoquismo, el cual no puede ser entendido sin su contraparte: el sadismo, formando ambos la constelación psíquica del sadomasoquismo. (Kenberg, 1995).

Si esta constelación se instaura como la condición exclusiva para el sujeto de alcance de la satisfacción podríamos encontramos frente a una perversión  o una  personalidad perversa (Freud, 1905).

El sadismo, estrechamente asociado con la crueldad, se podría definir como “el placer por infligir cualquier tipo de humillación y sometimiento”; mientras que el masoquismo, su contrapartida, podría definirse como: “el placer por el dolor y el sufrimiento, acompañados de cualquier clase de humillación y sometimiento” (Freud, 1905).

Y en esta constelación sadomasoquista considero de especial relevancia señalar el papel que juega el mecanismo psíquico de “la identificación”; puesto que, como señalan Laplanche y Pontalis (1968) “la personalidad se constituye y se diferencia por medio de identificaciones”.

La identificación la podemos definir como: “el proceso psicológico por el cual un sujeto asimila un aspecto, una propiedad o un atributo de otro y se transforma, total o parcialmente sobre el modelo de éste (Laplanche y Pontalis,1968)”. Desde esta perspectiva, las identificaciones que se producen con las figuras parentales (tomadas como modelos e ideales) van a adquirir suma importancia en esta patología, de manera tal que un sujeto puede repetir sádicamente en otro la violencia que sufrió pasivamente y vio ejercer activamente en el seno familiar. Y a la inversa, desde el masoquismo una persona puede identificarse con el progenitor víctima de los ataques sádicos del otro. Sin embargo, las cosas se presentan de forma más compleja en el masoquismo ya que, el masoquista puede incluso llegar a aceptar el dolor inflingido por el otro como una parte del amor que le profesa: “si me pega es porque me quiere” –puede llegar a expresar el masoquista. El sujeto masoquista puede además llegar a transformarse en el otro que le violenta por identificación con su agresor, disfrutando por identificación del dolor que su agresor le inflinge. (Kenberg, 1995).

Es de común acuerdo que en el masoquismo se produce una reversión del sadismo, en un principio dirigido al exterior, contra la propia persona. O sea, que detrás de todo masoquista hay profundamente también un sádico.

Pero…nos podríamos preguntar…,¿y cuáles son esos factores que trasmudan el sadismo en masoquismo? Pues bien, a esta pregunta nos contesta S. Freud (1919) en su famoso artículo “Pegan a un niño”: “En todos los casos es la conciencia de culpa [en su mayoría inconsciente] el factor que trasmuda el sadismo en masoquismo”. Pero, como decíamos antes, también en esto influye el amor (Freud, 1919) ya que, para muchos niños -como Freud también muestra -, el ser pegados por el padre puede llegar a  ser entendido como un signo de amor, puesto que lo opuesto del amor no sería aquí el odio, sino la indiferencia. Como también nos señala Freud en este mismo artículo, aunque aparentemente se sea esclavo del otro, en lo más profundo también se puede sentir que es uno mismo el que domina la situación.

Creo que  esta constelación psicológica a la que acabo de referirme puede ilustrarse con un fragmento del diálogo que mantienen Demetrio y  Helena en la bellísima obra de Shakespeare ‘El sueño de una noche de verano’.

DEMETRIO: ¿Te adulo? ¿Te digo cosas bellas o de la forma más sincera te digo que no te amo y que no te puedo amar?

HELENA: E incluso por eso te amo más: soy tu perrillo, y Demetrio, cuanto más me maltratas, más afición te tengo; úsame como a tu perrillo: dame patadas, golpéame, maltrátame, piérdeme, sólo dame permiso, indigna como soy, para seguiros. ¿Qué peor lugar puedo rogar en tu amor –y, sin embargo, un lugar del más alto respeto para mí- que el de ser tratada como tratas a tu perro?

DEMETRIO: No tientes demasiado al odio de mi espíritu, porque me pongo enfermo cuando te miro.

HELENA: Y yo enfermo cuando no te puedo mirar.

Freud, a lo largo de su obra, trató de desentrañar el complejo problema del masoquismo para el cual, aunque su finalidad sea pasiva: “sufrir pasivamente el sufrimiento inflingido”, se requiere, por otra parte, de una gran cantidad de actividad que, en este caso, sería empleada contra la propia persona.

En un principio, él se centró en el masoquismo que vislumbró dentro de las llamadas “perversiones sexuales” (Freud, 1905). Pero, más adelante, extendió y amplió su campo de acción, tal y como lo hace en: “El problema económico del masoquismo” (1924) hacia distintos tipos y niveles de masoquismo. Algunos autores contemporáneos  (como Benno Rosenberg), apoyándose en las ideas de Freud, han postulado un papel de “guardián de la vida” al masoquismo. De este modo,  Benno Rosenberg llega a postular que una pequeña cantidad de masoquismo nos ayuda a vivir y tolerar el dolor de la vida.

Por último, Freud (1924) también va a postular una tercera forma más compleja de masoquismo que se apoya en los otros dos y que va a denominar “masoquismo moral”. Este se caracteriza por el intento del sujeto de destruir su vida, a consecuencia de una fuerte conciencia de culpa generalmente inconsciente para, de este modo, poder ser castigado sádicamente (vemos aquí la conjunción con el sadismo) por su conciencia moral, las leyes o los poderes del destino.

Y…llegados a este punto, podríamos ahora preguntarnos por la relación de todo lo mencionado con la mujer y la violencia ejercida sobre ella y sufrida por ella.

Nos dice Freud (1924) en su estudio sobre el masoquismo  que cuanto más renuncia una persona a expresar su agresión (la cual no tiene por qué ser siempre de naturaleza destructiva), más proclive es a que ésta se vuelva contra sí misma. Desde esta perspectiva, el concienciar y verbalizar la propia agresión ya sería un primer paso para poder contenerla y canalizarla adecuadamente.

Más tarde, en 1932, en una de sus conferencias sobre “la feminidad” Freud nos dirá que, aunque desde un punto de vista sexual anatómico la feminidad se caracterice por la preferencia de fines pasivos esto no equivale a pasividad, puesto que puede ser necesaria una gran actividad para conseguir un fin pasivo. Aquí también nos alertó de que “debemos guardarnos muy bien de estimar insuficientemente la influencia de costumbres sociales que fuerzan a las mujeres a situaciones pasivas.” (…) El sojuzgamiento y la inhibición de su agresión, constitucionalmente dispuesto y socialmente impuesto puede favorecer  -para Freud (1932)-  el desarrollo del masoquismo en la mujer”

Aunque, si bien es cierto que autores posteriores,  entre los cuales se encuentra O.Kenberg (1995), han confirmado este hecho encontrando mayor predisposición en la mujer a verse atrapada y envuelta en relaciones amorosas de este calibre, sin embargo, el masoquismo también lo encontramos en sujetos masculinos, al igual que el sadismo en personas del sexo femenino. Este fenómeno se explica, desde una perspectiva, a raíz de la disposición bisexual infantil que es la responsable de que tanto hombres como mujeres tengamos rasgos tanto masculinos como femeninos, que van a formar parte y a integrarse en la que devendrá nuestra identidad de hombre o mujer.

Pero también, para entender los procesos que dan lugar al establecimiento de la identidad femenina, hay que tener en cuenta la realidad externa que interactúa con nuestros procesos psíquicos, de forma que adquirir identidad, por medio de los ya mencionados procesos identificatorios, está referido a un proceso intrapsíquico y a su vez relacional.

Como dice Enriqueta Moreno (1995): “ Las pautas sociales de adscripción de status y roles se configuran como una segunda naturaleza donde se perfila la dialéctica entre lo que “el ser es” y lo que “debe llegar a ser”(…) Lo natural pasa a ser manipulado de forma artificial a través de ideologías que conducen a la formación de roles adscritos a la identidad sexual. Esta ideología (transmitida esencialmente por los padres y la sociedad en su conjunto) oculta y a su vez refleja el imperativo social que obedece al orden de lo convencional-convenido. Reconocer las diferencias que existen entre hombre y mujer no entraña ideología, siempre que ese conocer-reconocer las diferencias no conduzca a un planteamiento que las transforme en desigualdades.

Y es que la transformación de las diferencias en desigualdades, desde una posición de superior- inferior, es justamente lo que ocurre y se muestra a través de algunas de las teorías sexuales infantiles. De esta forma, a lo largo de su desarrollo, el niño comienza a teorizar lo que para él supone el enigma de la diferencia de los sexos  tomando  como punto de partida las diferencias sexuales anatómicas (Freud, 1924). En este contexto, aparece lo que se conoce como  la lógica binaria fálica  propia de la  que se conoce como  la “etapa fálica” con la que el niño teoriza la diferencia de los sexos (fálico es quien posee el pene y castrado quien carece de él –desde esta lógica binaria excluyente-).

Pero si esta teoría sexual infantil no se elabora o  no se supera, pueden aparecer detenciones en el desarrollo² que pueden tener mucho que ver con la posterior actitud del varón adulto de superioridad y desprecio hacia la mujer (considerada como castrada), así como con el sentimiento de inferioridad que sienten muchas mujeres en relación al hombre (considerándose a sí mismas como castradas frente a él).

O sea, que las actitudes mencionadas de superioridad- inferioridad que aparecen en ambos sexos guardan estrecha relación con una inmadurez que que, desde el psicoanálisis, entendemos que está en relación con el hecho de que la persona se ha quedado detenida en un momento del desarrollo infantil conocido como fase fálica. En esta fase  impera lo que se conoce como  una lógica binaria falocéntrica, que es una lógica de poder y  exclusión que se arroga el atributo del ser  y que impide que se pueda instalar otro tipo de lógica propia  de los estados mentales adultos: una lógica madura que   nos conduzca hacia la afirmación de la  diferencia  y la diversidad como la  base sobre la que se sustenta la convivencia entre humanos.

Sin embargo, y más allá de lo expuesto,  puede ocurrir también que, al mismo tiempo, así como  a lo largo de su posterior desarrollo, la mujer también pueda ser envidiada por el varón por la posibilidad de tener hijos y por todos los misterios que la feminidad conlleva, del mismo modo que ésta le envidiaba al varón en su infancia  por poseer algo de lo que ella carecía (Winnicott, 1964).Esta envidia pudiera también estar en el origen de la desvalorización que ha sufrido la mujer a lo largo de su historia, ya que el envidioso suele desvalorizar aquello que desea poseer.  Y es que, como dice D. Winicott (1964): “El odio hacia la primera mujer ( la madre) tiene que poder ser transformado en gratitud para que la madurez se pueda alcanzar”.

Esta desvalorización del hombre hacia la mujer la podemos observar a lo largo de toda la historia de la humanidad, incluso en los hombres más pensantes e ilustrados. El propio  Aristóteles  llegaba a afirmar en su “Política”: “la fortaleza del hombre es una fortaleza para mandar, la de la mujer para servir, y lo mismo las demás virtudes”. De hecho, en el derecho romano la mujer se convierte en un objeto susceptible de apropiación. Puede observarse históricamente que las diferentes legislaciones que se han ido sucediendo a lo largo del tiempo en los distintos pueblos y naciones han regulado separadamente la capacidad jurídica de las personas según su sexo, otorgando mayor amplitud a la del hombre que a la de la mujer. El origen de esta discriminación jurídica parece arrancar, desde un punto de vista sociológico, del nacimiento de la sociedad basada en el régimen patriarcal.

Aunque esta situación, como bien sabemos, se ha modificado radicalmente gracias a los cambios que se han ido sucediendo a lo largo de la historia (no sin dificultades) aun hoy, y en unos sectores sociales más que en otros, se siguen manteniendo las desigualdades y los prejuicios. De este modo, se siguen estableciendo como valores para la mujer, desde unos restos de épocas más arcaicas: la abnegación, la renuncia impuesta y no elegida al desarrollo profesional propio, la sumisión al marido, la disponibilidad permanente, la falta de autonomía personal, etc. Estos valores se pueden infiltrar y aparecer de distintas formas en todos los distintos grupos socioculturales, pudiendo observarse un amplio espectro en la representación del ideal femenino.

A consecuencia de todo lo mencionado, es importante no perder de vista ante una  ilusión de igualdad la presencia de unas fuerzas ocultas en las que esta ilusión se basa y que E. Moreno (1995) ha definido como “la violencia de lo invisible”o el poder sin nombre. Este tipo de violencia formaría parte de un entramado socialmente aceptable que trata de marcar la orientación del deseo de las personas enajenándolas y alienándolas, prescindiendo de sus pensamientos y sentimientos, e imponiendo un “ideal del yo” desde lo social, haciendo uso del gran poder de influencia y control que poseen los medios de información. Estos mensajes que se le ofrecen a la mujer pueden ser ambivalentes y contradictorios, puesto que, por ejemplo, por un lado se puede llegar a exaltar la maternidad y por el otro, desvalorizar el trabajo doméstico.

Al mismo tiempo, el ideal que se le impone a la mujer puede ser un ideal enormemente exigente y frustrante por inalcanzable, que puede ser generador de patologías que se manifiestan a través de conflictos somáticos y relacionales: estrés por agotamiento, depresiones por insatisfacción, pérdida de autoestima, culpa, disociaciones, etc. (E. Moreno,1995).

Creo que muy vinculada con  este tipo de “violencia invisible” podemos encontrar otra que puede ser ejercida de modo inconsciente e indirecto y que pienso puede estar en relación con una incapacidad de percibir,  concienciar y asumir la propia violencia, quedando de este modo, al no ser asumida por la persona que la ejerce, como apartada y separada del resto de su personalidad³. Como ejemplo de este tipo de violencia al que trato de referirme, puede dar cuenta la siguiente noticia que, en su día, se publicó en distintos periódicos: “Una niña de cinco años quedó ciega y sufrió daños cerebrales por culpa de un jarabe, a consecuencia de un error del farmacéutico al elaborar una fórmula magistral”.

Paralelamente, y en otro orden de cosas, recibimos permanentemente información de casos de malos tratos que llegan, en muchos casos, a derivar en asesinatos perpetrados por hombres hacia las mujeres, las cuales son, en un amplio espectro, sus compañeras sentimentales. Según las estadísticas, la mayoría de ellas tardan una media de entre cinco a siete años en poner la primera denuncia alegando, al preguntárseles por el motivo de su demora, la creencia en el arrepentimiento del agresor. En medio de todo este terrible fenómeno que nos sobrepasa, un médico forense: Miguel Lorente,  publicó  un libro titulado: “Mi marido me pega lo normal”.

Llegados a este punto, y en relación con todo lo dicho previamente, sería importante el  seguir preguntándonos y pensando por esa fuerza que lleva a los hombres a semejantes crueldades y barbaries, y por aquella otra que impide a la mujer el desligarse a tiempo de su agresor.

De acuerdo a lo expuesto anteriormente, nos vemos requeridos a pensar que muchas de  estas mujeres ya han sido víctimas en su infancia, de una u otra manera, de una fuerte carga de violencia en sus hogares.

Numerosas veces en la clínica vemos cómo las mujeres eligen a su pareja según el modelo masculino que se les ha ofrecido desde su infancia, pero también vemos que no sólo repiten con sus parejas su mala relación con el padre sino que, en numerosas ocasiones,  pueden también trasladar y repetir  con la pareja, a niveles más profundos e inconscientes, su relación con la madre. Y es que, como nos dice Freud (1931)  en su artículo “Sobre la sexualidad femenina”: “La dependencia paterna en la mujer asume la herencia de una vinculación no menos poderosa con la madre”. O sea, que antes de que la niña se acerque a su padre y le tome como el modelo sobre el que elegirá  a su futuro compañero sentimental, la niña va a establecer una profunda relación con la madre que va a tener  también importantes incidencias para su futura manera de relacionarse, tanto con los hombres como con las mujeres.

Si en la relación con la madre o su representante ha habido fallos o fracasos  (tanto por carencias como por excesos de intrusiones en el vínculo con ella), el bebé y posterior niño que, como tal, se encuentra en una relación esencialmente asimétrica respecto al adulto,  se puede llegar a sentir desbordado por un exceso de violencia que le sobrepasa y no puede metabolizar, y que va a encontrarse en la base de posteriores patologías. Entre ellas nos podemos encontrar con toda una gama de vínculos de tipo sadomasoquista a los que previamente me he referido. De esta manera, la persona que ha sido víctima de un exceso de violencia por parte de sus figuras parentales puede encontrarse más predispuesto a repetir en y sobre otros aquello que  ha sufrido pasivamente a través de conductas y actitudes sádicas. De la misma forma, también va a poder estar predispuesta a repetir, desde conductas y actitudes masoquistas, lo que sufrió pasivamente, pero en este segundo momento desde una pasividad  buscada y anhelada  a través de una complicidad inconsciente con el sadismo de su agresor. La forma que estas patologías adopten va a depender en gran medida de la historia posterior del sujeto y de sus capacidades para elaborar los traumas sufridos.

Como algunos autores apuntan, entre los que se encuentra O.Kenberg (1995), una cultura excesivamente paternalista puede reforzar el masoquismo en la mujer y los componentes sádicos en el hombre. Sin embargo, es también de suma importancia poder diferenciar (tal y como han puesto de manifiesto autoras feministas) la opresión objetiva del placer inconsciente masoquista, aunque un componente pueda complementar al otro (Kenberg, 1995). Tanto esto es así, que las estadísticas también nos enseñan que el mayor índice de porcentajes de mujeres muertas a manos de sus maltratadores es el referido a todas aquellas que estaban separadas o en proceso de separación. Por este motivo, considero que es de suma importancia que éstas conozcan todos los recursos sociales que el Estado, como garante y protector de sus derechos, les ofrece.

Aunque es de enorme importancia poder diferenciar las situaciones objetivas sociales y económicas que pueden impedir a la mujer abandonar sus relaciones, también es cierto que en numerosas ocasiones nos podemos encontrar con mecanismos defensivos del tipo de: las racionalizaciones, negaciones y proyecciones de la propia violencia en el agresor (del mismo modo que el agresor también la proyecta en el agredido), que pueden llevar a la mujer a perpetuar la relación sadomasoquista en la que se haya atrapada, y que es imprescindible poder identificar para que la desesperanza pueda empezar a transformarse en esperanza.

Aunque la destrucción forma parte del ser humano y haya autores que han llegado a concluir con Hobbes que “el hombre es un lobo para el hombre” (“Homo homini lupus”), también es cierto que en el desarrollo del ser humano aparece otra alternativa muy importante a la destrucción, y ésta es la construcción. La necesidad de construir  y reparar se relaciona con la aceptación responsable por parte del niño durante su  proceso de crecimiento del aspecto destructivo de su naturaleza y, en especial, el de la violencia referida a aquellos seres que a la vez que ama también puede  odiar  (Winnicott, 1964). Decía Oscar Wilde que “el hombre puede matar aquello que ama”.  Por este motivo, los padres y sus representantes juegan un papel esencial en la facilitación de todos estos procesos madurativos de aceptación, responsabilización y adecuada canalización del odio y la violencia, al servicio de la vida y no de la muerte.

Cuando en el año 1932, tras los devastadores y terribles efectos de la primera guerra mundial, Albert Einstein y Sigmund Freud sostuvieron un legendario diálogo por correspondencia,  se piensa que nació una de las experiencias de debate ético-político más interesantes de la historia. Este versó sobre uno de los temas más complejos e inextricables de nuestra civilización: “¿Por qué la guerra?”. Para Einstein la pregunta fundamental que se le planteaba era, a su juicio, “la pregunta más importante de la que se le plantean a la civilización”. La formulaba así: “¿Hay una manera de liberar a los seres humanos de la fatalidad de la guerra?”.

Quisiera terminar mi exposición con algunas citas del propio Freud extraídas de su correspondencia con Einstein, así como con unos versos del poema “Masa” de César Vallejo.

Dice Freud:

“No se trata de eliminar del todo las tendencias agresivas humanas; se puede intentar desviarlas, de modo que no necesiten buscar su expresión en la guerra”.

“Todo lo que establezca vínculos afectivos  entre los seres humanos debe actuar contra la guerra. (…) Todo lo que establezca solidaridades significativas entre los seres humanos despierta este tipo de sentimientos comunes, las identificaciones. Sobre ellas se funda en gran parte la estructura de la sociedad humana.”

“¿Cuánto debemos esperar hasta que también los demás se tornen pacifistas? Es difícil decirlo, pero quizá la esperanza de que la influencia de estos dos factores –la actitud cultural y el fundado temor a las consecuencias de la guerra futura- pongan fin a los conflictos bélicos en un plazo limitado no sea utópica. No es posible adivinar por qué caminos o rodeos se logrará este fin. Por ahora sólo podemos decirnos: todo lo que impulsa la evolución cultural actúa contra la guerra.”

Dice César Vallejo:

MASA

Al fin de la batalla,

y muerto el combatiente, vino hacia él un hombre

y le dijo: “No mueras, te amo tanto!”

Pero el cadáver ¡ay! Siguió muriendo.

 

Se le acercaron dos y repitiéronle:

“No nos dejes! ¡Valor! ¡Vuelve a la vida!”

Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.

 

Acudieron a él veinte, cien, mil, quinientos mil,

clamando: “Tanto amor y no poder nada contra la muerte!”

 

Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.

 

Le rodearon millones de individuos,

con un ruego común:”¡Quédate hermano!”

Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.

 

Entonces, todos los hombres de la tierra

le rodearon; les vio el cadáver triste, emocionado;

incorporóse lentamente,

abrazó al primer hombre; echóse a andar…

 

CESAR VALLEJO

 

Fdo:© Mercedes Puchol Martinez (Julio, 2015)

 

-Conferencia dirigida a los alumnos de la Fundación Ortega-Marañón.

1- Proyección : Mecanismo psicológico por medio del cual una persona expulsa fuera de sí y localiza en el otro (persona o cosa) cualidades, deseos y sentimientos que no reconoce o que rechaza de sí mismo.

2- A este tipo de detenciones se les conoce en psicoanálisis como fijaciones, las cuales pueden variar en su grado de intensidad.

3- Escindida y/o disociada.

La violencia sobre las mujeres

Presentación del libro: La violencia sobre las mujeres

En primer lugar quisiera agradecer a la Asociación Análisis Freudiano y a los autores de este libro el que me hayan dado la oportunidad de participar en la presentación de: La violencia sobre las mujeres.

De entrada, he de decir que el encuentro con este libro ha supuesto para mí una «una sorpresa y un hallazgo». «Sorpresa» porque me ha parecido admirable la capacidad de los autores para poder plantear y formular de forma clara y sencilla complejos pensamientos y conceptos de Freud y Lacan (de quienes son herederos y continuadores), junto con los suyos propios. Y «hallazgo» porque pienso que este libro expone y plantea desde tres vértices: el teórico, el clínico y el social, importantes e interesantes cuestiones para abordar el tema que hoy nos convoca: «La violencia sobre las mujeres».

Reseña Mercedes Puchol del libro La violencia sobre las mujeresEn las palabras preliminares del libro Roque Hernández, Marian Lora y Margarita Moreno parten de una aseveración valiente y contundente en relación con la Ley Integral contra la Violencia de Género que fue aprobada en España en fecha relativamente reciente:

«La voz de las mujeres implicadas sigue siendo silenciada en medio de un discurso que, pretendiendo defenderlas, al reducirlas exclusivamente al estatuto de víctimas les niega lo mismo que la situación de maltrato: su calidad de sujetos que puedan interactuar en su destino».

Este libro, por tanto, trata de dar respuesta a un importante reto que, en palabras de estos autores, consistiría en:

«Conjugar el compromiso encaminado a conseguir condiciones objetivas de igualdad en importantes ámbitos de la vida social, junto con la incuestionable legitimidad de la denuncia que sufre la ‘víctima’ y los intentos de darle protección, con el reconocimiento de su condición de sujeto en relación con aquello que le ocurre».

Y es que, en mi criterio, uno de los valores importantes de este libro es la invitación que hace a todos los actores implicados en la problemática del maltrato (incluidos los profesionales de la salud mental) a adueñarnos de nuestra subjetividad y de nuestro propio deseo inconsciente, y a abrirnos a una escucha que privilegie la singularidad. Escucha que, en mi opinión, se opondría al intento de taponar «la falta» a través de teorizaciones o ideologías que puedan llegar a funcionar al modo de unos «lechos de Procusto».

Desde esta perspectiva, y dado que dispongo de un tiempo limitado para mi exposición, voy a tratar de privilegiar desde mi escucha personal, algunos de los aspectos que me han parecido de especial relevancia para el abordaje de esta problemática, dejando inevitablemente en sombra otros que, pese a su riqueza, me es imposible mencionar en este breve lapso de tiempo. Tendrá que ser entonces el lector quien, invitado también a aportar su propia y singular escucha, los descubra y encuentre por sí mismo.

Desde mi lectura personal este libro se me ha representado como una polifonía de voces que, desde un vértice de pensamiento común heredero de Freud y Lacan, tratan de interrogarse sobre el sentido de la violencia sobre la mujer proponiendo aperturas que aporten una luz al «continente negro del maltrato».

Los autores nos muestran a través del conjunto de sus artículos las diferentes figuras y rostros de la violencia. Esta se encarna en historias individuales e intersubjetivas como la que relata y analiza Bernard Brémond: una historia que, «Como anillo al dedo», nos muestra el fanatismo de la pasión asesina por la verdad que arrastra a los sujetos hacia el paso del fantasma al acto irreparable.

También la violencia puede prender en la mirada a través de la imagen de «ese oscuro objeto de la publicidad», en el que se adentra Jorge Camón y cuyo recorrido nos ilumina mostrándonos que: «publicitar un producto -y venderlo- eleva a los objetos incluidas, en especial, las mujeres a la dignidad de Mercancía (…) Y sobre una violencia que él denomina ontológica [de la que nos expone claros ejemplos] se superponen las otras formas más o menos físicas de maltrato, que se manifiestan en diversos contenidos visuales».

También este autor nos advierte de cómo en la sociedad actual hay un deslizamiento por el cual «educar en igualdad» se identifica con «borrar las diferencias». Sin embargo, coexistiendo junto a lo que me atrevería a denominar como una especie de imperativo categórico de orden social que exhorta a «borrar las diferencias», también nos encontramos con el intento de establecer, por parte de los hombres y ante la muda irritación de las mujeres, «una disimetría no de la diferencia sino de la desigualdad» a través del maltrato que se enmascara en el ropaje de lo cómico, del humor y especialmente del chiste – tal y como nos lo muestra Marian Lora en su artículo «El chiste y su relación con el maltrato». Marian Lora nos revela, a través de sagaces ejemplos, cómo el chiste tendencioso puede funcionar (desde el trastocamiento perverso de su virtud original) como instrumento manipulador y arma del maltrato, al colocar a la mujer como objeto propiedad del otro al tiempo que, muchas de ellas lo toman por cierto, al posicionarse también ellas mismas en el lugar de objeto que falta para el Otro. Y de esta paradoja que recorre nuestra sociedad actual en el intento de borrar las diferencias al tiempo que se establece una disimetría de la desigualdad, María-Cruz Estada se hace eco en su artículo «Clínica de la bella y la bestia» tratando de pensar la aparente contradicción.

En este artículo, que está recorrido por valiosas aportaciones de gran utilidad para la clínica del maltrato, la autora sugiere que si desde el exterior se exige que desaparezca la violencia sin ofrecer vías de simbolización o sublimación alternativas, se puede estar inconscientemente colaborando (tal y como podemos hacerlo los propios profesionales) a que el ideal del yo se deslice hacia el superyó ,aliándonos con el aspecto sádico del mismo, si cuando lo que es algo del orden del ideal de bienestar se convierte en una obligación o se imponen soluciones que no pasan por la subjetividad del paciente. ¿Y acaso el intento de borrar las diferencias desde lo social no sería una nueva forma de violencia?- me preguntaría yo. De la misma manera, María-Cruz Estada nos muestra que si reducimos a la mujer al estatuto de culpable o de última responsable, u otorgamos o nos aliamos con la representación alienante que le da a la mujer el estatuto de víctima (representación a la que muchas mujeres se aferran en su búsqueda de una identidad) podemos ser los primeros en negarles una escucha que les reconozca en su singularidad y subjetividad, en una falsa salida para eludir la complejidad del pensamiento.

A lo largo del libro también la violencia va a poder ser visualizada y simbolizada a través del arte cinematográfico, como en la película «Te doy mis ojos», y ser objeto de reflexión a través de una historia de ficción. Gracias a las interesantes reflexiones de dos mujeres sobre esta película el lector puede disfrutar de dos hermosos trabajos que, desde el ámbito del psicoanálisis aplicado, también nos aportan una valiosa guía para navegantes en la clínica del maltrato. En el primero de los artículos Catherine Delarue nos muestra cómo la mujer golpeada al callarse (como hace la protagonista de la película) echa un manto sobre lo escandaloso de su deseo inconsciente, al tiempo que se somete a la orden materna de guardar silencio. En este contexto la autora hace en, mi criterio, una aseveración de importantes alcances clínicos. Dice así:

«Quizás una mujer golpeada por su compañero deba librarse de su enganche con el goce materno antes de poder dejar a quien la maltrata (…) Cualquier tentación de apartarla sin tener en cuenta esto, está condenada al fracaso».

Dentro de una línea interpretativa común y complementaria, Eva Van Morlegan nos muestra cómo el deseo de la madre alude al superyó materno en tanto ley incontrolada que produce estragos. Desde esta perspectiva, la entrega de los ojos supone quedar alineado en el deseo del otro (materno por excelencia). Sin embargo, Eva Van Morlegan nos va a mostrar la salida de esta alienación que tiene lugar cuando la mujer maltratada (como la Pilar de la película) rompe el círculo perverso gracias a poder visualizar el lugar de sometimiento que ella ocupaba.

Conjuntamente, y desde el compromiso de todos estos analistas con el discurso no sólo individual sino también social, este libro está recorrido por numerosos ejemplos de violencia social como pueden ser: los crímenes colectivos de ciudad Juárez o el mito fundacional de la tribu de los baruya de Nueva Guinea que estudia en profundidad Adriana Flórez, o la moderna «tournante» o rotadora» que representa el rostro actual de la violencia de las bandas juveniles en su intento fracasado de establecer una ley grupal- tal y como lo analiza Robert Lévy. Desde esta perspectiva, Robert Lévy nos muestra con agudeza, no sólo la actualidad de la violencia contra las mujeres sino también «la inactualidad de una violencia» que se ha instalado desde la noche de los tiempos. Y desde esa noche oscura ancestral las mujeres han representado y continúan representando «la heterogeneidad absoluta y la diferencia por excelencia»- como nos dice Robert Lévy. De esta forma -continúa diciendo-: «el hombre no permite que la mujer tenga algo de un goce que él nunca llegará a conocer», puesto que «la mujer no se somete por completo a la cuestión paterna, sino que algo escapa en ella a la castración».

En continuidad con este pensamiento, Adriana Flórez profundiza a través de su artículo en los motivos de la violencia sobre la mujer. Ella nos dice que «la violencia contra las mujeres podría explicarse, entre otras cosas, precisamente en la medida en que representan aquello que no se puede simbolizar, con lo cual, su absorción dentro de un discurso es imposible». De esta forma, nos recuerda que al representar las mujeres un goce que escapa al universal de la ley se asocian con aquel padre de la horda al que en su día hubo que asesinar para instaurar el lazo entre hermanos, hasta el punto de que pueda llegar a resultar legible -en palabras de esta autora- «que la violencia contra el cuerpo de la mujer pueda hacer ley». Ley que, añadiría yo, no representaría sino el fracaso de la propia ley en la medida en que -como dice Adriana Flórez- : estamos frente a un nuevo amo que no se ha simbolizado» y que «representaría -en palabras de Robert Levy- ese goce otro que se le escapó al padre de la horda por culpa del cual sigue existiendo la violencia de sus hijos en contra de la mujer y no del padre muerto».

Pero el cuerpo de la mujer no sólo se presenta como el espacio del placer o la perdición, sino también como un terreno fértil para los discursos como nos lo muestra con maestría Helí Morales en su erudito artículo «Cuerpo de mujer: discursos y enigma». Este autor nos invita a hacer un recorrido por la historia desde la Antigua Grecia, a través del que podemos vislumbrar cómo la sexualidad se ha concebido a lo largo de la misma a partir de un solo modelo: el del hombre (incluida la constitución corporal de las mujeres). Y, desde esta perspectiva, pienso que este patrón masculino que coloniza la historia de los discursos lo podríamos vislumbrar como el ejemplo y el efecto de una civilización o cultura falocéntrica – a la que también se refería María Cruz-Estada- que asentaría sus bases sobre la teoría sexual infantil de la primacía del falo como premisa universal. Y en esa mirada del niño, que ha imperado en nuestra civilización desde sus orígenes, la diferencia de los sexos no es representada como tal, sino que es percibida como una desigualdad que coloca a la mujer en una posición de inferioridad respecto al hombre que se supone que posee aquello que a la mujer le falta (posición de inferioridad, sumisión y dependencia con la que muchas mujeres también se han identificado y se siguen identificando aun en la actualidad).

Sin embargo, Helí Morales nos recuerda que Freud en «Tres Ensayos» propone que «la posibilidad de la niña de advenir mujer reside en que se desplace la zona erótica dominante del clítoris a la vagina, desplazamiento que implicaría una represión de su dimensión masculina «. «Devenir mujer para Freud -nos dice Helí Morales- es dejar de sentir sexualmente como hombre» Y este autor termina su artículo con una interesante reflexión: «Será menester problematizar la posibilidad de la existencia de dos modalidades de goce: uno que se refiera a la posición de mujer y otro que tenga que ver con la posición del hombre».

Y…partiendo de esta reflexión de Helí Morales yo me animaría a lanzar algunas preguntas:

¿Qué relación podría guardar el goce femenino con el masoquismo erógeno primario postulado por Freud? ¿Podríamos hablar de unos orígenes femeninos de la sexualidad?

Si, como nos muestran los autores de este libro «hay algo en la mujer que escapa a la castración… ¿podemos también pensar que «aquello que escapa a la castración» tiene relación con un lugar y/o significante femenino caracterizado por su interioridad? ¿Habría podido quedar entonces ensombrecido el significante femenino por la órbita fálica de la teorización sexual infantil? De hecho Freud en los «Tres Ensayos», haciendo referencia a la representación de la madre mencionaba a la «cavidad que recibe el pene» (la aufnimmit), y correlacionaba el destino de la sexualidad femenina con la «Annahme o Aufnahme», que no sólo estaría vinculada a la admisión o recepción de una representación reprimida, sino que también estaría referida a la operación ligada a la sexualidad femenina: receptora por antonomasia.

Desde esta perspectiva, podríamos también preguntarnos: ¿Qué temores podría suscitar el significante femenino representado por «el continente negro» con el que Freud encuentra un tope -como comenzaba mencionándonoslo Bernard Brémond en su artículo «Como anillo al dedo»?

Eva Van Morlegan, refiriéndose al deseo de la madre también nos recordaba una genial frase de Lacan:

«El deseo de la madre (…) siempre produce estragos. Es estar dentro de la boca de un cocodrilo, eso es la madre».

Inevitablemente, esta brillante metáfora de la madre convocó en mi mente el fantasma de la vagina dentada (que pudiera representar el cocodrilo) también constitutivo de las teorías sexuales infantiles. ¿Podría éste también ser un fantasma perteneciente a la civilización minoico-micénica (a la que aludía Freud refiriéndose al lazo prehistórico que unía a la niña y a su madre) que pueda ocultarse tras la representación de la mujer como solo castrada. ¿Remitiría entonces el «continente negro» con el que Freud encontró un tope al lazo originario con la madre cuyo deseo -como apunta Lacan- siempre produce estragos? ¿Podríamos poner en relación el rechazo y la angustia frente a lo femenino con el deseo estragante de la madre y con el modo en que se ha elaborado lo materno femenino originario común a ambos sexos?

Preguntas todas ellas que, junto con otras que me es imposible exponer por falta de tiempo, dan cuenta de lo estimulante y vivo del pensamiento de los autores del libro, que invita a los lectores a continuar pensando y repensando este fascinante -aunque complejo- tema.

Y, por último, sólo me queda agradecer a los autores su valentía y el aporte generoso de su pensamiento para abordar, pensar y proponer aperturas en este complejo tema de «La violencia sobre las mujeres» donde -como dice Jorge Camón- :

Frente al círculo de la violencia sin fin, en el que los extremos se tocan, las líneas paralelas se cruzan y encuentran en el infinito.

Fdo:© Mercedes Puchol Martinez (2012)

-La presentación del libro tuvo lugar en la sede del Colegio Oficial de Psicólogos de Madrid el día 10 de octubre del 2011.

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