Autor -Mercedes Puchol

1
Pensamientos e ideas en torno a las experiencias cercanas a la muerte y su enseñanza para la vida
2
Los huéspedes del yo. Las identificaciones y desidentificaciones en la clínica psicoanalítica
3
La doble faz del superyo
4
El fanatismo de la vida cotidiana
5
Sobre Temporalidad y narcisismo en la clínica psicoanalítica de Pedro Boschán
6
La crisis adolescente en los tiempos de la crisis actual
7
En busca de Don Juan
8
Te doy mis ojos
9
Comprender la depresión
10
Long-term psychodinamic psychotherapy: a basic text

Pensamientos e ideas en torno a las experiencias cercanas a la muerte y su enseñanza para la vida

Algunas reflexiones metapsicológicas a partir del último pensamiento de Freud sobre la mística

A raíz de la conferencia, de este mismo título, que pude escuchar del Dr. Mariano Betés, en marzo del 2011, y de un diálogo posterior que pude mantener con él en relación con “las experiencias cercanas a la muerte y su enseñanza para la vida”, así como de la visión de la excelente película Más allá de la vida, recibí un importante estímulo que me despertó todo un conjunto de pensamientos como germen de un futuro trabajo de investigación sobre este tema.

Siempre me ha resultado enigmático el hecho de que el último pensamiento de Freud, que data de un mes previo a su fallecimiento, el 23 de septiembre de 1938, fuera en relación con la experiencia mística, experiencia que podríamos poner en estrecha relación con “las experiencias cercanas a la muerte”. Se trata de un muy breve pensamiento pero, en mi opinión, de sumo interés,  que nos lleva a preguntarnos adónde podría haber llegado Freud si lo hubiera desarrollado.

En la traducción directa del alemán realizada por José Luis Etcheverry publicada por la editorial Amorrortu reza así:

22 de agosto. Mística, la oscura percepción de sí del reino que está fuera del yo, del ello.

Sin embargo, en la traducción también directa del alemán de Luis López- Ballesteros, publicada por la editorial Biblioteca Nueva, existe una ligera modificación con no poco interés.  Dice así:

August 22.- Mística: la oscura autopercepción del reino situado fuera del yo, del ello.

Las preguntas que, de entrada, se me ocurren siguiendo ambas traducciones son las siguientes:

  • ¿Qué es lo que se percibe en la experiencia mística? ¿Se percibe  el “sí mismo” a través de un reino que está fuera del yo y del ello? ¿O  lo que se percibe es al propio reino sitiado fuera del yo y del ello a través de la autopercepción o desde el propio sí mismo? ¿O, quizá, se puede pensar también que esta misma experiencia pueda sostener la paradoja de poder percibir ambas cosas (el sí mismo y el reino situado fuera del yo y del ello) en función y a través del encuentro que pueda producirse entre ambas en y/o a través de la experiencia mística?
  • Si pensamos  en el superyó (instancia que Freud no nombra en esta breve cita) como un objeto interno, tal y como  lo describe Freud a lo largo de su obra, podríamos también pensar (justamente por no aparecer esta instancia en la cita) que implícitamente para Freud la experiencia mística pudiera conectarse con esta instancia superyoica. Si es así,  ¿podríamos poner la experiencia mística en relación con los aspectos y funciones del superyó que formarían parte del ideal del yo (subinstancia que, siguiendo a Freud en 1914-1915, ubicaríamos dentro del superyó)? De esta forma, si el superyó comprende tanto las funciones ideales propias del ideal del yo como las funciones prohibidoras y/o los mandatos de la conciencia moral, se me ocurre pensar que la instancia superyoica también estaría vinculada  al conflicto que padecen muchas personas en sus “experiencias místicas cercanas a la muerte”. De acuerdo a las descripciones del Dr. Betés, estas personas sentían un intenso deseo de ir hacia una luz que les esperaba al final del túnel (¿una especie de representación y/o imagen del ideal?) pero, al mismo tiempo, se representan una especie de voz interna que les preservaba de la muerte real y les asentaba, de nuevo, en la vida (¿podría representarse esta voz como la voz de la conciencia moral?). Es también muy interesante saber  que muchas de estas personas dan un cambio radical a sus vidas, puesto que esto último nos podría hacer pensar en la contribución que el ideal del yo puede hacer para crear y construir las representaciones necesarias, en todas estas personas, de las acciones que deberían ser llevadas a cabo o, por el contrario, ser evitadas, para poder vivir en una mayor armonía y autenticidad consigo mismas y con su entorno.
  • Sin embargo, podríamos seguir también otra línea de lectura y, considerar el superyó protector como un objeto interno del yo, lectura que sería coherente con la teoría freudiana, puesto que Freud describe al superyó como “un incremento o un paso en la diferenciación del yo” – tal y como lo recuerdan Moore y Fine en su Diccionario de Psicoanálisis–  y, de hecho,  Freud, en su estudio sobre la melancolía de 1917, pone en relación el superyó con “la parte del yo que se opone a la otra y la juzga en forma crítica, tomándola como objeto”. Sin embargo, al mismo tiempo y paradójicamente,  Freud también  sostuvo en su conferencia 31 “los íntimos nexos del superyó con el ello”. Siguiendo entonces ambos postulados, es decir, la estrecha vinculación del superyó tanto con el yo, por una parte, como con el ello por la otra, ¿tendríamos entonces que descartar la contribución del superyó en la experiencia mística si nos atenemos a la cita de Freud? O sea, que si Freud sitúa la experiencia mística en una región fuera del yo y del ello, pero no menciona al superyó… ¿Se podría también concluir de la cita de Freud que sería posible descartar la contribución del superyó a la experiencia mística si nos atenemos, a este respecto, a los estrechos lazos que esta instancia psíquica mantiene tanto con el yo como con el ello? ¿Estaría esta  posible conclusión implícita en este breve y último pensamiento  que Freud nos legó, pensamiento que, ya en sí mismo, alberga la esencia del misterio y la duda que le son propios a todo verdadero ejercicio de pensamiento?
  •  De esta forma, si el reino que nos permite contemplar la experiencia mística está fuera del yo, del ello… [y del superyó –podríamos agregar nosotros desde esta última línea interpretativa-] entonces… ¿dónde se encuentra o ubica esta percepción a la que el propio Freud hace alusión al final de su vida?  En relación con esto, pensé en la noción de Donald Winnicott de espacio transicional. Este psicoanalista (que otorgó un lugar preponderante al juego y  la creatividad a lo largo de su obra y de su vida) pensaba que el espacio transicional era un espacio que se ubicaba entre la realidad interior y la exterior, y en el cual se desarrollaba y sostenía la paradoja de que el objeto que se crea desde la fantasía puede, al mismo tiempo y, paradójicamente, ser encontrado y hallado en la realidad externa a su creador. Esta paradoja mantendría unidas y, a la vez, separadas ambas realidades en un área potencial de ilusión. Esta área potencial de ilusión, esencial para nuestras vidas y muy diferente de lo ilusorio, sería el espacio en que el ser humano podría sostener la creencia de que, a la vez que crea un objeto y/o representación del mismo en su psiquismo (anticipándose de este modo a su existencia real), puede también, al mismo tiempo,  ser capaz de encontrarlo en la realidad externa. Justamente Winnicott ubica a los fenómenos del juego infantil, al arte, la creatividad y la religión en este espacio transicional, lugar donde yo creo que también podríamos situar la experiencia mística y todo el tipo de experiencias cercanas a la muerte que promueven una enseñanza para la vida.

Al modo de una libre asociación de ideas, me vino a la memoria que este gran psicoanalista que fue Donald Winnicott (que trabajó como pediatra en sus comienzos, y  fue un hombre que cultivó mucho la dimensión espiritual y religiosa en su vida) comenzó a escribir una autobiografía en sus últimos años titulada Poca cosa, menos que nada y que empezaba con una descripción de su propia muerte. En la tapa interior de su cuaderno escribió:

T.S. Elliot: …que cuesta simplemente todo.

T.S. Elliot: Lo que llamamos el principio suele ser el fin y establecer un fin es establecer un principio. El fin es el lugar donde empezamos.

Plegaria

Donald  Woods Winnicott. ¡Oh, Dios! Haz que esté vivo cuando muera.

Luego, comienza su autobiografía con una oración “He muerto”. Adam Philips, que ha escrito un libro muy interesante sobre este autor titulado Winnicott dice en relación con esto:

No resulta sorprendente que Winnicott, a los setenta años estuviera preocupado por su propia muerte. De alguna manera tampoco llama la atención que haya tomado el título grandioso de la descripción que Elliot hace al final del último de sus “Four Quartets, Little Gidding” de “Un estado de total simplicidad” (que cuesta simplemente todo). Lo que sí resulta llamativo es su deseo de estar vivo –no dice “conscientemente”- en su propia muerte, para estar allí de modo de poder experimentar, por así decirlo, su propia ausencia. Su plegaria es un pedido, en forma de pregunta, para ver si aquello que podría parecer una contradicción pudiera ser una posibilidad paradójica.

Todo esto creo que es de sumo interés puesto que, desde muy diversos caminos y perspectivas, tanto Freud como Winnicott, al final de sus vidas,  se interesaron especialmente por lo relacionado con la experiencia mística: Freud nos lo da a conocer directamente a través del último de sus pensamientos publicados, y Winnicott, quizá, a través de su deseo de poder “estar vivo cuando muera”. ¿Quizá deseando experimentar este tipo de experiencias que muchas personas experimentan en su estrecho contacto con la muerte, y que pueden ser descritas también como experiencias místicas, en la medida en que en ellas se puede experimentar  la “sensación de salir del cuerpo y sus límites”?

Siguiendo entonces con los interesantes aportes de Winnicott al psicoanálisis  (que creo que pueden ser pertinentes para el estudio del tema que nos ocupa), recordé  uno de sus últimos trabajos psicoanalíticos publicado en 1973 titulado El miedo al derrumbe. En este trabajo Winnicott propuso algo muy innovador. Dijo: “Sostengo que el miedo clínico al derrumbe psíquico es el miedo al derrumbe que ya se ha experimentado”. Para Winnicott sólo se puede saber acerca de lo que ocurrió en el pasado si se lo proyecta hacia el futuro como miedo, y él justamente va a relacionar también esto con el miedo a la muerte. Dice así:

Cuando el miedo  a la muerte es un síntoma significativo, la promesa de una vida después de la muerte no brinda consuelo, y el motivo es que el paciente busca compulsivamente la muerte. Asimismo, lo que se busca es la muerte que ya ocurrió pero que no se experimentó.

Cuando Keats decía encontrarse a medias enamorado de la muerte tranquila en realidad, de acuerdo con lo que acabo de afirmar, anhelaba la serenidad que tendría si pudiera “recordar” que había muerto; pero para recordar, debía experimentar la muerte en ese mismo momento.

Personalmente, entiendo que la muerte que describe Winnicott en Miedo al derrumbe como algo que ya ocurrió está, en última instancia, relacionado con la vivencia de una agonía primitiva en un momento muy temprano y precoz del desarrollo evolutivo del ser humano. De esta forma, a consecuencia de una  situación traumática (como, por ejemplo, podría ser para un bebé una deprivación temprana excesiva de la madre o su representante) que  el bebé no alcanzara a entender, integrar y metabolizar, éste podría sentir, en el momento de constitución  de su psiquismo temprano, una agonía que se le representara como una especie de muerte psíquica inasimilable. Esta agonía, por tanto, estaría, a su vez, estrechamente vinculada a la ausencia de un Otro amoroso  que habría dejado de ejercer una función materna. Para Winnicott este tipo de experiencias traumáticas vividas en un momento muy precoz del desarrollo podrían  representarse para el bebé al modo de “un corte en la continuidad de la vida (…) y de una continuidad personal de la existencia” y,  por tanto, como una ruptura en la continuidad del sí mismo. Dado que el bebé, en su estado de dependencia absoluta y sus anhelos de fusión con la figura materna, se siente uno con la madre, quiero decir, formando una estrecha unidad con ella, entonces la ausencia  de la madre no sólo se le puede representar  al bebé como la muerte de ella, sino también como la suya propia.

Según Winnicott una persona que ha sufrido una agonía primitiva (que nosotros nos podemos representar como una especie de muerte psíquica) podría, en el futuro, tender a repetir el trauma pasado tratando de buscar los hechos significativos que no ha podido integrar o incluir en el presente.  A lo largo de mi experiencia como analista me he encontrado con personas que, habiendo perdido en su infancia o adolescencia temprana a una figura significativa de forma traumática, como puede ser un padre  o una madre, podían llegar a ponerse, con frecuencia, en situaciones de peligro en sus vidas. En diversas ocasiones, he podido comprender junto con mis pacientes –siguiendo a Winnicott- cómo estos no solo eran unos intentos de controlar y representarse (aunque de un modo muy concreto y escasamente simbolizado) lo que supuso la muerte de figuras tan significativas para ellos: tratando no solo de experimentar por ellos mismos las sensaciones que estas relevantes figuras para sus vidas debieron sentir en el momento cercano a su muerte,  sino también el modo  (aunque fallido) de intentar representarse lo que ellos mismos (mis pacientes) llegaron a sentir  como su propia muerte, a consecuencia del derrumbe psíquico y la agonía que para ellos  pudo suponer la muerte de una persona tan importante en sus vidas a una edad tan temprana. A veces, también podemos entender el intento de ponerse en situaciones de extremo riesgo como “un modo de jugar con la vida y la muerte”, tratando de crear y re-crear la muerte y el deseo de resurrección de las figuras especialmente significativas para sus vidas, así como la de ellos mismos, en la medida en que llegaron a sentir que “una parte de ellos también se murió con estas pérdidas tan importantes en y para sus vidas”. Y, precisamente, el poder comenzar a “poner palabras a las experiencias de dolor innombrable” a lo largo de un psicoanálisis, permite poder distancia de la compulsión y/o necesidad de recrear estas experiencias traumáticas a través de conductas de riesgo.

Desde esta perspectiva, y volviendo a las diferencias entre Freud y Winnicott en relación al tema de los vínculos entre la vida y la muerte, Adam Philips comenta a este respecto:

[Mientras] que Freud consideraba que el objetivo de un organismo era morir a su manera; Winnicott, quien habría de desarrollar un sentido muy distinto acerca de lo que es la vida, agregaría que el objetivo del individuo consiste en vivir a su modo, lo que para él incluía el acto final de disconformidad que significaba estar vivo en su propia muerte.

Otro de los temas que me parece que puede ser de interés en relación a las experiencias cercanas a la muerte es el lugar que puede ocupar en ellas el “self (sí mismo)” como un concepto diferenciado del “yo” -tal y como lo formuló Freud-. Aunque Freud partía de la base de que el “yo” deriva, en último término, de sensaciones corporales, para él el yo era ante todo una instancia psíquica. Sin embargo, a partir de la introducción del concepto de “self (sí mismo)” en psicoanálisis  pienso que se ha dado un mayor lugar, a través de los  desarrollos referidos a este mismo concepto,  a la personalidad total de un sujeto en la realidad, incluyendo su cuerpo y su organización psíquica. De hecho, Winnicott ubicó  en el centro de su modelo evolutivo “la localización del self en el propio cuerpo”, en la medida en que para él “la psique y el soma debían llegar a un acuerdo recíproco”. El partía de la base de que el bebé se encuentra en una condición de “no integración primaria” es decir, de estados afectivos no relacionados entre sí, y sin siquiera un yo rudimentario. Sin embargo,  según este autor, el bebé, desde el comienzo, también posee una “tendencia a la integración” que se hace posible gracias a los cuidados maternales y a las “agudas experiencias instintivas que tienden a reunir la personalidad desde adentro”- tal y como él señalaba.  Winnicott también dijo: “Es casi seguro que el descanso significa para él [el bebé] un regreso al estado no integrado.

Winnicott  distinguió con sumo cuidado el estado de no integración del estado psicopatológico de desintegración. La desintegración, a diferencia de la no integración, implicaría una falla del medio ambiente del sostén del sí mismo del bebé y constituiría, posteriormente y consecuentemente  en la vida del sujeto, una defensa elaborada que se expresaría como una especie de producción activa del caos (tal y como ocurre en muchos estados psicóticos). La desintegración sería,  por tanto, desde esta perspectiva, una defensa frente a la angustia impensable o arcaica resultante de una falla del sostén materno en la etapa de dependencia absoluta del bebé que podría expresarse y aparecer a lo largo de la vida de un sujeto. Aunque el caos de la desintegración puede ser tan malo como la falta de confianza en el medio ambiente que rodea al bebé, en un principio, este recurso para Winnicott tendría la ventaja de que sería el bebé quien lo produciría, en vez del medio ambiente y, por tanto, entraría dentro de su área de control. O sea, que para Winnicott mientras que la no integración es un recurso y puede aparecer en la salud mental permitiendo tolerar los estados y momentos de no integración y disfrutando  de ellos (pues para Winnicott los logros evolutivos sólo son logros si son reversibles), la desintegración es terror. En todo este orden de cosas creo que podríamos hacernos, en relación a una futura investigación sobre este tema, las siguientes preguntas:

  • ¿Se podría hablar de un retorno a la “no integración” en la mayoría de las experiencias cercanas a la muerte? ¿Se podría pensar que el regreso a este “estado de no integración”  podría facilitar (como, de hecho, parece hacerlo) una mayor conexión del “yo” con el “sí mismo” propiciando un encuentro con el “verdadero self o sí mismo” en muchas de estas personas?
  • Cuando tras este tipo de experiencias cercanas a la muerte se producen posteriormente  (como también pareció ocurrir en algún caso) experiencias de angustia y terror, ¿hablaríamos en estos casos de fenómenos de desintegración en vez de fenómenos de no integración?

Para Winnicott el verdadero self o verdadero sí mismo, a diferencia del falso self o falso sí mismo , estaba arraigado en el cuerpo  y era una continuidad del ser. Desde esta perspectiva, el “verdadero sí  mismo”  se basaba en el crecimiento de la unión psique-soma y estaba estrechamente vinculado al “gesto espontáneo”. “Su papel [esencial]  se limita a reunir los detalles de la experiencia de estar vivo”- dijo en 1960 en su artículo Deformación del ego en términos de un ser verdadero  y un ser falso. Para Winnicott la experiencia de ser y sentirse vivo no podía darse por sentada, puesto que había personas que habían experimentado una falla tan severa en el sostén ambiental temprano que sentían que no habían comenzado a existir, y sus vidas se caracterizaban por una sensación de futilidad. Winnicott decía en 1967: “Sentirse real es más que existir; es encontrar una manera de existir como uno mismo”. De hecho, el sí mismo tiene un metabolismo secreto y requiere también del silencio para desarrollarse. En relación con todo esto, creo que también podríamos investigar y preguntarnos:

  • ¿Es posible pensar que en el silencio de todas estas experiencias cercanas a la muerte distintas personas puedan tener también una experiencia de encuentro-reencuentro con su verdadero ser o verdadero sí mismo que les impulse a vivir su propia vida de una manera más genuina y auténtica? ¿Podría esto explicar  el reposicionamiento de valores que muchas personas se hacen tras vivir este tipo de experiencias?

Y…volviendo a Freud, con quien comencé mis reflexiones, creo que también cabría preguntarnos desde una perspectiva freudiana:

  • ¿De qué modo intervienen en las experiencias cercanas a la muerte los fantasmas relacionados con la necesidad de regresión a un estado nirvánico de narcisismo absoluto donde el aparato psíquico tienda hacia un estado de máxima ataraxia e indiferencia? ¿Qué papel podría desempeñar en esta experiencia el fantasma de regreso al seno materno, que Freud conceptualizó como uno de los fantasmas originarios?
  •  Las experiencias cercanas a la muerte, ¿podrían despertar el anhelo de un estado nirvánico de no tensión que Freud postuló como el principio de inercia?

Decía Lacan que “sólo desde la participación del instinto de muerte por parte del ser humano se puede abordar el registro de la vida” y que “toda pulsión es virtualmente pulsión de muerte”. Algunos de sus seguidores, como F. Dolto, llegaron a diferenciar una “pulsión de muerte”  en sentido estricto, que puede ser necesaria y sana al aportar reposo al sujeto y un lapsus de olvido del tiempo y de los objetos de la realidad, de “una pulsión de muerte mortífera o pulsión de asesinato”. Desde este marco de pensamiento creo que también podríamos investigar y preguntarnos:

  • ¿Cómo intervienen las pulsiones de vida y las pulsiones de muerte, que Freud postuló a partir de 1920, en todas estas personas que viven este tipo de experiencias cercanas a la muerte? ¿Qué tipo de ligadura, vinculación e integración existe entre ambos tipos de pulsiones para que el desenlace posterior, tras el retorno a la vida, sea un desenlace saludable (en vez de iatrogénico) que les permita encontrarse y/o reencontrarse consigo mismas?
  • ¿Qué lugar habría ocupado y cómo habría posibilitado el Otro humano, (las figuras parentales y sus representantes),  con sus cuidados amorosos a lo largo de la vida de estas personas, el  que estas personas hayan podido hacer un buen uso de este tipo de experiencias para su propio desarrollo interior y espiritual, así como para alcanzar una mayor madurez  y sabiduría personal?
  • ¿Qué lugar ocuparía la historia  personal  y la biografía de cada persona en el modo en que  ésta se enfrenta y reflexiona sobre  este tipo de experiencias cercanas a la muerte, así como con el tipo de  uso que hace de  estas experiencias,  junto con el conjunto de enseñanzas que puede extraer de las mismas para el resto de su vida?  Debido al hecho de que, tras pasar por estas experiencias muchas personas se replantean la vida de otra manera; ¿podemos también pensar que tras este tipo de experiencia se puede llegar a producir en cada sujeto una crisis de identidad que (tomando como modelo la crisis de identidad propia de la adolescencia necesaria para el crecimiento y desarrollo de todo adolescente) produzca una reestructuración de las identificaciones del sujeto? Si fuera así, ¿podría esta especie de crisis de identidad  producir también una reorganización narcisista y, por tanto, de la autoestima que diera  paso, a su vez, a una reorganización de los valores (a través de la reestructuración de los ideales), y del  modo de vivir y enfrentar la vida en una persona?
  • ¿Podemos también llegar a plantearnos que este tipo de experiencias pudiera permitir a las personas alcanzar algún sentido y representación de lo trascendente? De acuerdo al filósofo Carlos Gómez Sánchez, que ha estudiado en profundidad la obra de Freud, él cree que una pregunta lícita  para ser formulada es la siguiente: “¿Cabría hablar de un más allá del principio de realidad que permitiese articular –con todas las cautelas necesarias- la legitimidad de la esperanza, en la medida en que lo necesario del mundo es lo posible, pero no lo invariable?

Otro de los temas que me parece apasionante para investigar en relación con las experiencias cercanas a la muerte es el del “impacto estético” que este tipo de experiencias pueda generar en las personas. Donald Meltzer (uno de los  genios del psicoanálisis a cuyos seminarios tuve el privilegio de asistir) escribió un libro muy interesante titulado La aprehensión de la belleza donde estudiaba el papel del conflicto estético en el desarrollo del ser humano. Él era un discípulo de Melanie Klein (con quien se analizó) pero fue capaz de crear y desarrollar un pensamiento y una teoría propia muy original dentro del psicoanálisis. Yo creo que ha sido uno de los grandes creadores en psicoanálisis después de Melanie Klein y Wilfred Bion. Yo le conocí ya de bastante mayor, hacia el final de su vida y, curiosamente, en aquel momento estaba muy interesado por la mística, los poetas místicos y la muerte. El recordaba, citando a Keats, que “la muerte es el alto precio de la vida”, y que la idea de muerte era esencial para la experiencia de la vida y de la belleza. Meltzer partía de la base de que el encuentro del bebé con la belleza del mundo produce en él un impacto estético y sensual en su incipiente psiquismo, al quedar deslumbrado por la belleza que, en un primer momento y de forma preponderante emana del encuentro con la madre y su entorno.  Él pensaba que, de la misma manera que los padres llegan a ver al recién nacido como un objeto estético, también el bebé recibía de sus padres un soplo estético crucial para el desarrollo, dentro de su incipiente psiquismo, del sentimiento de esperanza y de la capacidad para la tolerancia a la pasión. De esta forma, para Meltzer el poder tolerar el impacto del conflicto estético también implicaba, el poder “tolerar el misterio de la vida y su belleza”. El gustaba de citar a W. Bion al referirse a la capacidad negativa. Bion conceptualizó este término tomándolo de una frase de una carta del poeta John Keats a su hermano en 1817. En esta carta Keats describe la actitud mental de un hombre que –en sus palabras-: “es capaz de permanecer en la incertidumbre, el misterio y la duda, sin intentar impacientemente llegar a los hechos y a la razón”. De este modo, Bion -parafraseando a Keats- conceptualizó como “capacidad negativa” a aquella capacidad del ser humano que le permitía tolerar la incertidumbre, el misterio, la duda y el no saber, e incluso los sentimientos de confusión que, a veces, todo ello nos convoca. Desde esta perspectiva, creo que también podríamos preguntarnos:

  • ¿Las experiencias cercanas a la muerte pueden recrear el impacto estético del nacimiento? ¿Depende también de la capacidad negativa de cada persona el que estas experiencias puedan ser toleradas adecuadamente y ser usadas para el crecimiento personal? O, lo que es más, ¿pueden, a su vez, estas mismas experiencias ser generadoras de la capacidad negativa en los seres humanos?
  • Dado que muchas pruebas indican que el no ser conmovido por la belleza es incompatible con la supervivencia o, por lo menos, con la supervivencia de la mente, ¿la supervivencia tras este tipo de experiencias daría cuenta de la posibilidad de haber recibido el impacto de su belleza y haber sido conmovidos por ella?
  • Por último,  creo que podríamos investigar y preguntarnos por el sentido, significado y la función que todo este conjunto de experiencias cercanas a la muerte tiene para cada ser humano de acuerdo a su historia y organización psíquica. De la misma manera, y en relación con esto, pienso que también podríamos indagar y preguntarnos si este tipo de experiencias producen, no sólo la recreación de un estado anterior vivido, sino la creación de uno nuevo y desconocido para el ser humano que le abriera a una nueva dimensión personal y espiritual, ampliando sus posibilidades de conocimiento y autoconocimeinto y la esfera de su libertad personal.

Leí  hace poco en el diario El País una entrevista a Kenzaburo Oé donde decía que “al estar en lo que llaman tercera edad estaba escribiendo una última novela que empezaría con una cita del final de El Infierno de Dante que dice más o menos así: Y después saldremos para volver a ver las estrellas”. ¿Quizá todas estas experiencias cercanas a la muerte permitan también –parafraseando tanto a Kenzaburo Oé como a Dante- una “salida de los infiernos para volver a ver las estrellas”?

Con todas estos pensamientos, ideas y preguntas, junto con muchas otras que se me han quedado en el tintero, dejo abierta la posibilidad de  la ilusión y la esperanza de que el “el peso del Misterio” (como decía Keats) nos pueda seguir permitiendo indagar e investigar sobre este apasionante tema.

 Mercedes Puchol Martínez

Madrid, 31 de marzo de 2011

El fanatismo de la vida cotidiana

Conferencia impartida por Mercedes Puchol para PWN | Madrid

En primer lugar quisiera agradecer a PWN y al Club DP y, en especial, a Miren Polo, Lourdes Iñigo y a Raquel Cabezudo como presidenta, la organización de este evento en el que voy a tener la oportunidad de compartir con todas vosotras mis pensamientos en torno a un tema en el que vengo trabajando desde hace ya un tiempo “El fanatismo”. Sin embargo, el motivo por el que he decidido titular a mi conferencia de hoy: “El fanatismo de la vida cotidiana” es porque a través de esta deseaba profundizar en el fanatismo, no tanto como organización de la personalidad o estructura de la mente que encontramos en determinados individuos y que, desgraciadamente y de forma dramática ocupan muchas de las portadas de nuestros periódicos y noticiaros, sino que mi intención, hoy, es referirme a todas aquellas  situaciones y fenómenos dentro del área del fanatismo que forman o pueden formar parte de nuestra  cotidianeidad o de nuestro vivir común.

Desde la perspectiva que voy a tomar, podemos partir de la base de que los rasgos, aspectos o funcionamientos fanáticos,  que pueden expresarse de diversas formas, responden a una potencialidad inherente a todos nosotros y, por tanto, propia del ser humano, que puede estar más o menos latente, y que puede manifestarse en diferentes contextos y situaciones, dando lugar a “estados mentales fanáticos” o “aspectos y/o rasgos fanáticos de la personalidad” que derivarían en funcionamientos o actuaciones fanáticas con diferente grado de intensidad y extensión en cada persona.

PWN Madrid

Quisiera partir de la definición sobre el fanatismo que nos aporta  Amos Oz (2003) en su libro “Contra el fanatismo”. Como sabéis, Amos Oz es un novelista y periodista israelí considerado uno de los más importantes escritores e intelectuales contemporáneos cuyos escritos exploran las tensiones y presiones que soportan las personas por la ideología, las fronteras geográficas y su duro pasado histórico.  Este autor se ha interesado mucho por el conflicto palestino-israelí, y fue uno de los fundadores del movimiento pacifista israelí Shalom Ajshav. El dice así:

El fanatismo es más viejo que el islam, que el cristianismo, que el judaísmo. Más viejo que cualquier Estado, gobierno o sistema político. Más viejo que cualquier ideología o credo del mundo. Desgraciadamente, el fanatismo es un componente siempre presente en la naturaleza humana, un gen del mal, por llamarlo de alguna manera. (p.13)

Desde este vértice,  podríamos decir que el fanatismo no sería algo propio de una cultura, una ideología, una nación o una religión, sino que es algo que se puede adherir a todo ello  formando parte de  todos nosotros como una potencialidad en nuestro interior. En este sentido, el fanatismo no sería definido  por una idea o enunciado, sino esencialmente,  por <<un uso que se adhiere firme y tenazmente a cualquier enunciado (…) emoción, idea, sentimiento o teoría [incluso científica] haciéndole adquirir lo que denominamos la “cualidad fanática” >> (Sor, D., 1992, p. 262). Desde esta perspectiva, entonces, podríamos decir que cualquier enunciado, idea  o acción podría ser susceptible de “ser fanatizada”, más allá de que haya ciertos ámbitos que puedan ser más proclives que otros a que se produzca este fenómeno.

En lo que a su origen se refiere, podemos pensar que el fanatismo comienza a gestarse en el ámbito familiar y en el  entorno social circundante cuando empieza a producirse una situación de alienación que podríamos describir como una especie de “secuestro de la identidad” (Martin Solar, A. Mª, 2015). Esta situación conduce a que los mensajes de los Otros: esencialmente e inicialmente los de los progenitores y, después, los educadores, maestros y otras importantes figuras de identificación para el niño, lleguen a alojarse adhesivamente y, por tanto,  con una excesiva fijeza en la mente del niño. De esta forma, el niño llega a experimentar una especie de necesidad compulsiva a someterse (consciente y/o inconscientemente) a determinados mandatos, imposiciones o visiones del mundo y de los otros que le vienen de fuera, y que le conducen a desarrollar una especie de “leyenda única” sobre los hechos o situaciones, e incluso la historia, comenzando por la suya propia. Y esta visión unilateral o leyenda única (que, como tal, siempre es parcial), a su vez  le impide desarrollar una verdadera libertad de pensamiento, lo que le lleva a repetir de modo ecolálico, sin que pueda mediar un filtro que los metabolice, los pensamientos y acciones de los otros que pueden pasar a convertirse en los únicos referentes para ser emulados.

Precisamente, el propio Amos Oz (2003) también  nos transmite en su libro “Contra el fanatismo” que:

El fanatismo comienza en casa. Precisamente por la urgencia tan común de cambiar a un ser querido por su propio bien. (…) Comienza por la urgencia de decirle a un hijo: <<tienes que hacerte como yo, no como tu madre>>o <<tienes que hacerte como yo, no como tu padre>> o<<por favor, sé muy diferente de ambos>>. O cuando los cónyuges se dicen entre sí: <<tienes que cambiar, tienes que hacerte como yo o de lo contrario este matrimonio no funcionará>>. Con frecuencia, comienza por la urgencia de vivir la propia vida a través de la vida de otro. De anularse uno  mismo para facilitar la realización del prójimo o el bienestar de la generación siguiente. (p.28-29)

En relación con todo esto podemos decir, entonces, que aún los estamentos más supuestamente benévolos o beneficiosos  como lo son la institución familiar o educativa  pueden estar sujetos a un uso fanático. Es también desde ahí desde donde se pueden ir gestando las ideas propias de los regímenes totalitarios y de cualquier ideología que tienda a implantar la tiranía y el terror. Pero más allá de las ideas políticas que, obviamente pueden ser fáciles presas del fanatismo, cualquier idea referida al cuidado de los niños, a su higiene, a su educación, y a las relaciones entre personas y diferentes cosas puede ser portadora de una idea que acabe siendo entronizada a la categoría de valor absoluto e incuestionable.

Mercedes Puchol PWN Madrid

Me ha parecido también interesante complementar la definición  del fanatismo que nos aporta Amos Oz con la del antropólogo e historiador palestino Thedore Zeldin  (2018) que dice:

La certeza es el lenguaje fanático. Desde mi punto de vista tenemos muchos fanatismos de distinto tipo nosotros también. No sólo los violentos. Hay muchos prejuicios que son una forma de fanatismo. Sólo tienes una idea y todo lo demás es malo. Es una respuesta humana básica. La raíz del fanatismo.

En otro contexto, incluso el propio campo científico puede estar, paradójicamente, lleno de usos fanáticos. De hecho, desde hace tiempo,  ha habido voces que han puesto de relieve la sacralización del saber científico y las posibles actitudes imperialistas de la ciencia que conducen al oscurecimiento de sus propias finalidades y consecuencias. La actitud fanática no proviene solo de aquellas creencias  que se oponen a las ideas –para utilizar la conocida, y clara, distinción de Ortega y Gasset- sino que también se asienta, como decía al principio, en las ideas mismas, que incluso puedan estar fundadas en supuestos argumentos racionales pero que, llevadas a la práctica con actitud fanática implican, entre otras cosas,  que el fin justifica los medios.

En relación con esto el sueño cientifista también ha sido denunciado en nombre de las motivaciones desconocidas que pueden subyacer a él: el dominio, la exclusión del azar y el control. Para ilustrar de una forma extrema el nivel al que podría llegar un uso fanático de la ciencia y la tecnología podemos pensar  en la famosa novela de A. Huxley: Un mundo feliz, a través de la que el escritor describe una sociedad distópica o antiutópica en la que los hombres son supuestamente “felices”, pero no libres. A través de esta obra literaria podemos vislumbrar la dura crítica del autor hacia la  deriva que fantaseaba que podía tomar la sociedad occidental, así como el fuerte  ataque a los sistemas totalitarios que se sirven de la ciencia y la tecnología, entronadas a la categoría de bienes supremos, para controlar los pensamientos y acciones de la gente. Esta novela, de vigente actualidad, también nos puede hacer pensar en la continua manipulación mediática a la que estamos expuestos, y en cómo podemos hacernos no sólo receptores, sino también agentes muchas veces inconscientes, de continuos eslóganes sociales y publicitarios que pueden vehiculizar una “violencia de lo invisible o un poder sin nombre” (Moreno, E.,1995, p.20). Por ejemplo, algunas de las máximas morales de la sociedad fantaseada por Huxley podían ser: “¡Viva la promiscuidad y fuera los lazos emocionales!”, “no dejes para mañana la diversión que puedas tener hoy”; “cuando el individuo siente la comunidad se resiente”, etc. Eslóganes que podemos encontrar en la sociedad actual del año 2018 sin necesidad de tener que esperar al lejano futuro en que Huxley los ubicaba. Conjuntamente, nosotros podríamos añadir a los eslóganes propuestos por Huxley en su novela muchos otros eslóganes que impregnan nuestra sociedad actual.

En esta misma línea, también existe el fanatismo de lo que la psicoanalista Eloísa Castellano (2015) denominó como “el fanatismo de lo políticamente correcto”. Esta psicoanalista mencionaba el ejemplo de un niño a cuyos profesores les costaba entender que no le gustara el fútbol. De esta forma, podemos observar cómo determinados eslóganes, emblemas, prejuicios y pautas de conducta tienden a uniformizarnos y homegeneizarnos como sujetos llevándonos a perder una de las cosas más preciadas: nuestra libertad  de elegir y nuestra singularidad.

En otro orden de cosas, podemos también encontrarnos con otro tipo de actitudes sociales que pueden representar lo que algunas destacadas figuras del mundo de la cultura  han pasado a considerar como: “el resultado de la generalización de un modelo de lo que debe ser la educación y del valor de la cultura que ha terminado por convertirse en el nuevo sentido común dominante” (Cruz, M., 2015, El País). En relación con esto, el filósofo Manuel Cruz describía en un artículo periodístico este tipo de actitudes de una forma muy  elocuente e ilustrativa. Decía Manuel Cruz (2015):

No me quedó otro remedio que enterarme porque lo proclamaba a voz en grito desde la mesa de al lado. La muchacha, que, a la vista de sus modales, su manera de hablar y su forma de vestir parecía pertenecer a una clase social acomodada, intentaba disuadir de su idea de llevar a cabo un crucero por los fiordos noruegos como viaje de novios a una de las amigas con las que compartía mesa. Ella, explicaba, ya había hecho tiempo atrás ese mismo crucero con su familia y había regresado decepcionada. El motivo de su decepción no podía ser más concluyente: “Visto uno, vistos todos”, sentenciaba a modo de resumen de su aburrida experiencia. La sentencia de la chica – sigue diciendo Manuel Cruz-  me recordó la de aquel fontanero que apareció un día por casa para arreglar un escape y que, al comentarle yo que le había llamado con urgencia porque estaba a punto de salir de viaje hacia Roma, me hizo saber que él no conocía la ciudad, pero que ello era debido a que, afirmó textualmente, “a mí Roma no me llama”.

En este contexto Manuel Cruz (2015) planteaba lo siguiente:

Supongo que he asociado las dos situaciones porque en ambas sus protagonistas se movían con análogo desparpajo, con una similar seguridad. Sin embargo, vale la pena constatar una importante diferencia entre ellos. El fontanero era, de manera manifiesta, un hombre de escasos estudios, mientras que mi vecina de mesa con toda probabilidad había cursado alguna carrera universitaria. Sin embargo, sus afirmaciones resultaban perfectamente intercambiables: “Los fiordos no me llaman”, podía haber dicho él: “¿ciudades con monumentos?” Vista una, vistas todas”, podía haber declarado ella. No deja de ser significativo (y preocupante) –concluye el filósofo-  que en nuestros días empiecen a parecerse tanto, a reaccionar de maneras tan intercambiables, personas con estudios superiores y personas que apenas han superado los niveles educativos más básicos.

Pienso que estos dos ejemplos “de la vida cotidiana” que Manuel Cruz nos trae a colocación nos pueden servir para introducirnos en el origen y las características de los funcionamientos fanáticos de la mente. De este modo, si nos paramos a pensar, podemos observar que en ambos ejemplos aparece lo que este filósofo considera como un fenómeno muy característico de nuestro tiempo, y este es: “que los ignorantes anden crecidos”. Siguiendo sus palabras, podemos comenzar a adentrarnos en las características del “fanatismo de la vida cotidiana”, siendo una de las principales la “arrogancia” que, precisamente, el psicoanalista W. Bion (1967) consideró como uno de los elementos que conformaban la “triada psicótica”. Parafraseando al poeta Antonio Machado podríamos decir que “el fanático desprecia cuanto ignora”. Sin embargo, la arrogancia no sólo se presenta unida a la ignorancia sino que, en muchos momentos, también puede desplegarse en aquellas situaciones en que una persona se sirve del lugar que ocupa frente a otros como garante de  “un supuesto saber”, o de un supuesto conocimiento sobre algo o sobre alguien, para ejercer un abuso de poder o colocarse en un lugar de superioridad y desprecio del otro. De esta forma, lo que en un primer momento podía corresponder al enriquecimiento de la persona a través  de la adquisición de  conocimientos, cuando estos son usados de modo arrogante  muestran, no sólo el ejercicio del sadismo y el intento de manipulación sobre el otro, sino también el fracaso de la inteligencia o la expresión de una “inteligencia fracasada” –  tal y como la definiría el filósofo José Antonio Marina (2004). Sin embargo, es importante que la arrogancia pueda ser diferenciada del legítimo orgullo que puede derivar de los logros que una persona ha ido adquiriendo a través de su pensamiento y de sus obras.

Junto con la arrogancia, podemos vislumbrar también, a través del ejemplo anterior, cómo entre los individuos de un grupo heterogéneo puede llegar a configurarse lo que Bion (1961) denominaba una “mentalidad grupal” que implica que el grupo pueda llegar a funcionar como una unidad, aunque sus miembros no se lo propongan ni se percaten de ello.  De hecho, la “mentalidad grupal” está constituida por la opinión o el deseo unánime del grupo en un momento dado,  siendo la contribución de cada uno de sus miembros inconsciente y anónima. Vinculado con esto la escritora y profesora de Ciencias Políticas, Marian Martínez-Bascuñán (2017), decía en un artículo periodístico en relación con los populismos:

Lo decía Kafka: la unidad no es unión, pues en ella no hay fluir hacia otra parte. Es el tenebroso riesgo del poder. Toda aspiración a la unidad elimina la diferencia.

Precisamente, Marian Martínez-Bascuñán comparte la autoría junto con el catedrático y politólogo Fernando Vallespín de un libro titulado “Populismos” sobre el que está considerado como “el fenómeno político más inquietante del momento”. En este libro los autores defienden que el populismo, que se concreta de muy diversas maneras es, más que una ideología, una manera de hacer política donde el intento de polarización entre los supuestos del pueblo puro frente a la  élite corrupta es esencial.

Como dice el psicoanalista Carlos Tabbia:

La batalla por la identidad suele surgir al considerar que el río, como en el pequeño pueblo pirenaico, tiene una sola orilla: la nuestra, la auténtica mientras que la otra orilla, la de los otros es extranjera, ignorándose que el puente puede unir mundos distintos, aunque no [lo sean] tanto.

Estas aseveraciones también  las podríamos poner en relación con otro de los fenómenos políticos especialmente inquietantes de la actualidad como son los nacionalismos radicales que, a su vez, considero que están estrechamente unidos a lo que ya Freud denominó en el año 1930  los narcisismos de las pequeñas diferencias.

Como decía Freud (1930, p. 39-40) en su obra  El malestar en la cultura:

<<En cierta ocasión me ocupé en el fenómeno de que las comunidades vecinas, y aún emparentadas, son precisamente las que más se combaten y desdeñan entre sí, como, por ejemplo, españoles y portugueses, alemanes del Norte y del Sur, ingleses y escoceses, etc. Denominé a este fenómeno narcisismo de las pequeñas diferencias, aunque tal término escasamente contribuye a explicarlo. Podemos considerarlo como un medio para satisfacer, cómoda y más o menos inofensivamente, las tendencias agresivas, facilitándose así la cohesión [que podríamos considerar como distinta de la unión] entre los miembros de la comunidad>>.

En este sentido, las características de estar en posesión de la verdad absoluta, que se vivencia al modo de una certeza, y el sentimiento de  superioridad pueden ser considerados también como algunos de los ingredientes simples del fanatismo, junto con la escisión y/o separación  radical entre los de casa, los del fanum, y los de fuera, considerados como  los pro-fanos. Es interesante señalar que el término latino fanum nombraba a los lugares sagrados. En este sentido  los pueblos  han ido organizando la geografía delimitando lugares sagrados (templos, cementerios), al mismo tiempo que otros lugares adquieren carácter no sacro o profano en donde se puede depositar todo lo no considerado honorable. Esta organización de los espacios también se puede observar en las conductas animales que conservan limpio el nido y evacuan los excrementos fuera del mismo. De esta forma desde un aspecto que podríamos describir como primitivo, irracional o animal, los seres humanos también podemos llegar a depositar en los de fuera de la comunidad todo lo rechazado de la propia y de lo propio, transformando a los otros, considerados como extranjeros ajenos a la comunidad, en objetos o seres devaluados e incluso aptos para ser desechados hasta tratar de eliminarlos como  antaño se trataba de hacer con los habitantes del otro lado del río. Desde un estado de arrogante superioridad narcisista se suele determinar quiénes son los enemigos de una comunidad, país, nación, etc, y partiendo de estas consideraciones, se los intenta combatir (Tabbia C., 2011).

Precisamente, esto es lo que ocurre también en los regímenes totalitarios que  necesitan imponer una catarsis al odio proponiendo-imponiendo un “enemigo ideal” al conjunto de la sociedad.  Esta necesidad de buscar un enemigo en el que proyectar los propios temores y la propia violencia  es la que con tanta belleza describe el poeta griego Constantino Kavafis en su poema: “Esperando a los bárbaros”. En este poema Kavafis nos describe cómo el Senado romano  se encuentra en un estado de profunda inacción y, al mismo tiempo, inmerso en todos los preparativos de rigor para recibir y deslumbrar a los bárbaros que se avecinan. Pero, de pronto, empieza a reinar el desconcierto  y la confusión entre el gentío y Kavafis concluye su poema con estos versos:

 

Algunos han venido de las fronteras

y contado que los bárbaros no existen.

¿Y qué va a ser de nosotros ahora sin bárbaros?

Esta gente, al fin y al cabo, era una solución.

 

Pero también podemos preguntarnos, con el filósofo Tzevetan Todorov (2016) en su libro Insumisos, si las barbaries de las historias son idénticas. A este respecto este pensador se responde que:

Todos los bárbaros no son idénticos. Lo que los distingue es que niegan la humanidad de los demás, a los que maltratan, odian y excluyen de la comunidad humana. Los nazis y los gobernantes de la Rusia comunista no eran lo mismo; tenían muchas diferencias. Pero los unía el odio al otro, al que no los obedecía. El sueño de dominar por las armas es un fracaso. – termina concluyendo.

Desde la perspectiva del fanático en el mundo no hay individuos ni personas singulares, sino sólo categorías y, por eso, para ellos la realidad está compuesta por clases, por conjuntos: negros, moros, arios, rumanos, ladrones, charnegos, ricos, etc. (Tabbia, 2011). De este modo, se parcializa a las personas tomando un único rasgo y haciendo de este una totalidad. Es decir, al confundir la parte con el todo es, metafóricamente hablando, como si el fanático confundiera la palabra revolver con revolver  y, al final, todo quedara revuelto y confundido. Y, desde este tipo de funcionamiento, también  las personas  acaban siendo pre-juzgadas y categorizadas en función de un solo rasgo que, además, es interpretado, desde la más pura superficialidad,  de un modo unilateral, parcial y reduccionista, de forma que las personas acaban siendo consideradas ejemplares de una clase.  Y desde esta actitud altamente fanática se puede llegar a reducir a una persona  incluso a un rasgo externo sobre el que se pueden colgar carteles basados en el color de la piel o en la entonación, etc, haciendo generalizaciones arbitrarias a partir de un solo rasgo o característica de una persona.

Pero, sin observar lo particular  y singular no se puede imaginar, que es uno de los males que aquejan al fanático. De este modo,  ante la falta de imaginación del fanático,  el escritor y pensador Amos Oz (2002) al que previamente mencioné, alberga «la esperanza — desde luego, muy limitada — de que inyectando algo de imaginación en algunos, tal vez los ayudemos a reducir al fanático que llevan dentro y a sentirse incómodos -dice. No es un remedio rápido, no es una cura rápida, pero puede ayudar». En este sentido, él cree «que una persona capaz de imaginar lo que sus ideas implican […] puede convertirse en un fanático a medias, lo que ya entraña una ligera mejoría»-piensa.

Partiendo de la perspectiva de Amos Oz, una manera de combatir el fanatismo  podría  ser favoreciendo el desarrollo de la imaginación y, añadiría yo, estimulando lo que el filósofo francés, Edgar Morin, ha denominado como pensamiento complejo. Este prestigioso filósofo ha planteado en relación con esto que:

A un pensamiento que aísla y separa hay que sustituirlo por un pensamiento que distinga y [a la vez] una. A un pensamiento disyuntivo y reductor hay que sustituirlo por un pensamiento de lo complejo, en el sentido originario del término “complexus”: lo que está tejido junto. (…) La comprensión siempre intersubjetiva necesita apertura y generosidad. (…) El principio dialógico permite asumir racionalmente la inseparabilidad de unas nociones que puedan ser contradictorias para concebir un mismo fenómeno. (…) El  pensamiento debe asumir dialógicamente –dice él- los dos términos que tienden a excluirse mutuamente. (…) Esto nos indica que un modo de pensar capaz de unir y solidarizar conocimientos separados es capaz de prolongarse en una ética de la interrelación y de la solidaridad entre humanos.

Desde esta perspectiva, es importante poder considerar diferentes vértices y puntos de vista para poder mirar los fenómenos desde diversas perspectivas, lo que implica también poder sobreponerse a la tendencia a la homegeneización. Precisamente esta tendencia suele ganar terreno cuando nos sometemos a la tiranía de las tendencias fanáticas, tendencias que pueden existir incluso en nuestros propios grupos, conduciéndonos a actuar como ovejas ciegas renunciando a nuestro propio pensamiento.

De este modo, como plantea el psicoanalista Carlos Tabbia (2011), uno de los antídotos contra el fanatismo consiste en observar la complejidad de la realidad, desde todos los ángulos de vista posible, y fomentar la curiosidad indagadora frente a la intrusiva. Porque, a diferencia de la curiosidad indagadora, la del fanático es invasora y posesiva, pues lo que  le interesa es contabilizar los pensamientos y poseerlos, sin importarle el invadir los espacios privados ajenos; lo que la convierte en  una curiosidad intrusiva y violenta .

Paralelamente, otros de los componentes del fanatismo de nuestro vivir común, que podemos observar en nuestra cotidianeidad junto con la curiosidad intrusiva, son: la estupidez, la falta de humanidad, la obstinación o terquedad extrema con que se defienden algunas ideas que, sacadas de contexto, son entronadas a la categoría de idea máxima o idea única; el pensamiento concreto, y la búsqueda de una situación aconflictual o sin-conflicto que trate de evitar el dolor que puede provocar la confrontación con la diferencia y el cambio.

Ya decía  Montaigne en sus Ensayos  que: “la rotundidad en las afirmaciones es una prueba segura de idiotez”, y celebraba el valor de aceptar la duda, los límites de lo que puede saberse de verdad y la decisión de dejar en suspenso el juicio cuando no se poseen pruebas fiables… “A ningún tirano -dice Montaigne- le han faltado nunca súbditos que lo obedezcan y lo adulen”.

Por este motivo, aunque el fundamentalismo tenga muchas voces, todas ellas remiten, en última instancia, a una única voz: la voz que encarna la arrogancia, la estupidez y el sentimiento de superioridad frente a los otros. De este modo, la idea máxima se erige en la IDEA por antonomasia, en la única idea verdadera que no sólo ensombrece, sino que aniquila al resto de las ideas, desligándose de ellas y rompiendo su unión y articulación con las mismas. Guiado por su pasión enceguecedora, el fanático saca las ideas de su contexto originario para entronarlas y deificarlas, haciendo un uso no sólo simplificado, empobrecedor y reduccionista de ellas, sino también un uso estúpido, al hiperconcretar sus enunciados. De hecho, lo que hace que los enunciados fanáticos resulten falsos y abusivos es el modo en que la persona que hace un uso fanático de los mismos los extrae de su contexto para someterlos a interpretaciones que preservan sus propias defensas. De  esta forma, el fanático, para paliar un sentimiento de impotencia nacido de  una fuerte vulnerabilidad y desolación interior, trata de enfrentarse  y defenderse de su propia impotencia con funcionamientos omnipotentes, que pueden ser llevados al extremo y derivar en el más absoluto de los terrores.

En relación con esto el psicoanalista Eric Fromm, especialmente interesado por los fenómenos sociales,  piensa que esta proyección de la propia impotencia,   se evidenciaba, muy claramente, en el desarrollo personal de Hitler. De él dice:

<<Hitler era [para muchos y para él mismo] el típico representante de la baja clase media, un don nadie sin ninguna perspectiva de futuro. De una manera muy intensa se sentía colocado en el papel de paria. A menudo, en Mein Kampf  habla de sí mismo como de un don nadie, recordando al hombre desconocido que había sido en su juventud. Pero aunque ello se debiera principalmente a su propia posición social, lo había racionalizado bajo la forma de símbolos nacionales. Nacido fuera del Reich, se sentía excluido de él, no tanto desde el punto de vista social como desde el punto de vista nacional, y de este modo el Gran Reich Alemán, al cual podrán volver todos sus hijos, se transformó para él en el símbolo del prestigio social y de la seguridad. (…) Su anhelo sádico de poder halla múltiples expresiones en Mein Kampf>>.

También E. Fromm piensa que J. Goebbels, ministro para la Propaganda de la Alemania nazi y mano derecha de Hitler, hace una descripción precisa de la dependencia de la persona sádica  con respecto a los objetos de su sadismo, y de los sentimientos de debilidad y vacío que surgen cuando no puede ejercer el poder de dominio sobre alguien, explicando de qué modo ese poder le proporciona nuevas fuerzas para ejercer el más completo dominio sobre otro individuo.  En uno de sus escritos Vom Kaiserhof zur Reichskanzlei llegó a decir J. Goebbels:

<<A veces uno se siente presa de una profunda depresión. Tan sólo se logra superarla cuando se está nuevamente frente a las masas. El pueblo es la fuente de nuestro poder>>.

Paralelamente, E. Fromm también cree que una descripción significativa de “aquella forma especial de poder, que los nazis llaman liderazgo, la hallamos en un escrito de Ley, el líder del Frente del Trabajo”.  Este escrito, al referirse a las cualidades requeridas en un dirigente nazi, y a los propósitos que persigue la educación para el mando afirmaba:

<<Les enseñaremos a estos hombres a cabalgar…a fin de que experimenten el sentimiento del dominio absoluto sobre un ser viviente>>.

De hecho, en la formulación que hace Hitler de los objetivos de la educación hallamos una similar exaltación del poder de dominio. Afirma en “Mein Kampf” que:

<<Toda educación y desarrollo del alumno debe dirigirse a proporcionarle la convicción de ser absolutamente superior a los demás>>.

Estos hechos y aseveraciones nos muestran el extremo de la “dialéctica diabólica de la omnipotencia-impotencia” (Felis, A.) que conduce al fanático a tratar de erigir en una categoría suprema, desde su omnipotencia y locura,  aquello que él considera   como sus únicas y máximas verdades, partiendo de una lógica binaria de superioridad-inferioridad, que le lleva a atacar y devaluar aquello o a aquel diferente a él, y que puede incluso ser para el fanático, en diversas situaciones, incluso  el más o lo más  envidiado por él.

 Desde una verdad eterna e inmutable, que trata de preservar a través del espacio y del tiempo, el funcionamiento fanático trata de congelar el tiempo olvidando que toda verdad es, sobre todo, la respuesta que un sujeto da y/o se da a sí mismo dentro de sus circunstancias vitales. “Yo soy yo y mis circunstancias” –nos recordaba Ortega y Gasset.

Desde una perspectiva diametralmente opuesta a la pluralidad de sentidos y puntos de vista, el funcionamiento fanático no puede aceptar lo diferente y lo diverso, y se mueve dentro de una lógica de la exclusión  observable en fenómenos sociales de todos los tiempos como: el colonialismo, los integrismos,  los nacionalismos, la xenofobia y el androcentrismo, que ha llevado a la discriminación de la mujer.

Me parece interesante volver a incidir en los rasgos de extrema vulnerabilidad que caracterizan a las personalidades  fanáticas y, en especial, a los grandes líderes fanáticos, vulnerabilidad que, como sabemos, los fanáticos tratan de paliar con defensas de extrema omnipotencia. Ya desde tiempos inmemoriales el sabio refranero español nos alertaba de esto  con el conocido refrán: “Dime de que presumes y te diré de lo que careces”.

En su trabajo La militancia sectaria como un estado de dependencia los psiquiatras Pedro Cubero, Juan Francisco Artaloytia y Josep Maria Jansà  (2006) realizan, entre otras cosas, una descripción del maoísmo y de la infancia de Mao, cuya madre se suicidó al no poder soportar las crueldades de su marido en la alberca de la finca donde vivía.

El pequeño Mao Zedong, de doce años de edad, pasó allí muchas horas con los ojos perdidos en las aguas turbias. Algún tiempo después intentó suicidarse en la misma alberca…Toda la infancia de Mao Zedong había transcurrido –nos dicen estos psiquiatras- entre anhelos de parricidio y deseos de suicidarse como su madre…Mao abría abrazado la fe marxista-leninista a principios de la década de los veinte, transformándose en un activista incansable con una convicción absoluta en el nuevo credo y en la utopía que este prometía. De espíritu poco tolerante, llegó a concebir toda ideología o militancia distintas a la suya como una patología burguesa, una enfermedad que impedía el desarrollo de la verdadera personalidad de los individuos y la implantación de la nueva utopía social, y que por tanto debía ser curada.

Precisamente, en relación con este  movimiento del maoísmo  que giraba en torno a su líder Mao Zedong, me pareció interesante que  la escritora y periodista Ana Puértolas (2016) lo evocara en su novela El Grupo. 1964-1974. En esta novela evoca  la lucha antifranquista desde las filas del comunismo maoísta en España y hace una reflexión crítica de la ciega filiación del grupo a esta ideología diciendo:

 Fuimos sectarios, extremistas, erráticos, pero fueron más errores de pensamiento que de obra…En nuestro mundo no se permitía la duda, era inconcebible. Eran ideologías pensadas para la acción.

Eugenio del Río, un importante estudioso de esa época, en la que participó como militante, firma un epitafio que recoge Ana Puértolas en uno de los documentos que adjunta a su novela:

Estábamos ciegos con Lenin, ciegos con Mao. Era una masa acrítica, indeseable e ignorante.

Creo que estas palabras suyas ilustran claramente las características del funcionamiento fanático que se mueve en una  lógica de certezas y absolutos propia del no-pensamiento: una  lógica binaria del todo o la nada que busca la pureza en su realización.

Una paciente,  mujer de mediana edad, me describía de una forma muy viva un estado  psíquico semejante a un estado mental invadido por un núcleo  fanático:

Es que, de nuevo, me veo moviéndome en absolutos: entre el todo y la nada. Es como si el punto de equilibrio me pareciera mediocre y, antes de llegar a un punto intermedio, prefiriera los extremos. Es como un estado   por el que  tratara de ser todopoderosa. Porque…si no lo tengo todo, es como si prefiriera no tener nada, y como que me costara que las cosas no fueran blancas o negras: lo que no es puro. Como que me costara aceptar ese punto intermedio en las cosas: esa síntesis de los opuestos.

Desde esta perspectiva, el fanatismo, naciendo de una lógica de poder y exclusión,  impone una muralla al pensamiento defendiéndolo fervientemente contra la pluralidad de sentidos y significados inherentes a  la razón  -razón que es vital en su esencia, como nos enseñó J. Ortega y Gasset (1969)-  e inherentes a la propia vida. El fanático aniquila el problema volviendo dilemático lo problemático, y despojando el misterio de la mente.  Sin poder aceptar la frustración, y sin poder tolerar la incertidumbre, erige una idea única que no puede convivir con otras, al mismo tiempo que confunde la parte con el todo. “O se está con él o se está contra él” -puede llegar a sentir el fanático.

Recordaba a este respecto, y de forma anecdótica, la respuesta de un paciente  a un familiar tras haberse sentido muy agraviado por otro familiar con el que llevaba todo un tiempo sin hablarse. Mi paciente me contaba que, recientemente, había mantenido una conversación con uno de sus hermanos que se había mostrado muy solidario y comprensivo frente al agravio que le había ocasionado este familiar. Sin embargo, mi paciente acudió a una de sus sesiones inundado por un fuerte sentimiento de rabia al enterarse de  que su hermano, que tan comprensivo se había mostrado hacia él, había decidido asistir a una fiesta que organizaba el familiar que le había agraviado. “No es posible que mi hermano sea capaz de asistir a esa fiesta, si me apoyara realmente, no debería presentarse ahí”- exclamaba.

El fanatismo es siempre exceso de  presencia y odia: la ausencia, la duda, el cambio y la experiencia emocional  como  motores del pensamiento. De este modo, el fundamentalista pervierte la búsqueda de la verdad como brújula del pensamiento en la medida en que olvida que la verdad no es un fin, sino una dirección. Ignora, en su empecinada afirmación,  que no existe una única verdad, sino diversas verdades singulares que son fruto del profundo proceso que todo auténtico conocimiento de uno mismo, de los otros y del mundo comporta. Si, como señalaba Kandinsky haciendo referencia a la pintura: “una mancha es un punto expandido”; el pensamiento fanático es puntual y unívoco y se expande con facilidad.

Recuerdo que en una de sus sugerentes y agudas viñetas, el humorista Forges daba una definición del fanatismo, siendo precisamente el humor aquello de lo que carece el fanático- como también ha apuntado Amos Oz. En esta viñeta un hombre paseaba por el parque de una ciudad acompañado de su perro mientras pensaba: “El fanático es un hombre que se ha convertido en un robot inhumano porque la intolerancia le ha robado la compasión”. Paralelamente, el perro también se decía para sí: “Tiene toda la razón, y eso que es mi amo”

Siguiendo las conclusiones a las que arriban los psicoanalistas  Darío Sor y María Rosa Senet (1992), dos psicoanalistas que han investigado este tema en profundidad, podemos vislumbrar – tal y como también nos pone Forges de relieve a través de su viñeta humorística- que las zonas de la mente donde anida el fanatismo se caracterizan por poseer los caracteres de la asimetría y la degeneración. En este contexto, se entendería por “degeneración” el deterioro de la capacidad para el contacto humano, dando cuenta este fenómeno de un área de la mente donde se presenta una especie de avería o corrosión de la capacidad para comunicarse emocionalmente con el otro. Conjuntamente, la “asimetría” se referiría a áreas donde se sostienen enunciados de superioridad arrogante sin responsabilidad por el otro y destruyendo la cualidad del par. Precisamente, en las personas con funcionamientos fanáticos existe un fracaso en formar entramados simbólicos y redes de tolerancia. De este modo, los  vacíos que se forman en la mente son reemplazados por la certeza de la idea máxima. En este sentido, podemos pensar que una pedagogía que esté basada en el mantenimiento de fuertes zonas de asimetría puede conducir  también al establecimiento de zonas fanáticas.

En este contexto, me viene a la mente el caso de un paciente de otra nacionalidad al que estuve tratando durante su tiempo de permanencia en España. Recuerdo que este paciente vino un día indignado a la consulta a consecuencia de que su hijo había regresado llorando a casa  por haber sido reprendido en la clase por su maestro. Mi paciente comentó que el motivo de la aflicción del niño tenía que ver con el hecho de que a este se le había ocurrido  expresar en clase que él pensaba que  el problema de matemáticas que enseñaba el profesor podía ser resuelto también de una forma diferente y que, tras hacerlo, el maestro, supuestamente, le dijo que: “no se podía consentir que se otorgara el derecho a cuestionar su autoridad queriendo aportar otra forma diferente de resolver el problema”, algo a lo que, por otra parte, este niño estaba no sólo acostumbrado en el anterior colegio de su país de origen sino que, esta actitud  era algo altamente estimulado y favorecido en su entorno educativo anterior. Mi paciente, por otro lado, muy versado entre otras cosas en materia educativa, había decidido, a consecuencia de este incidente, entrevistarse con el director de este colegio para expresarle su preocupación ante lo que él consideraba –en sus propias palabras-: como una “gran muestra de intento de sometimiento a una autoridad”.

Sin embargo, como en un Jano de dos caras, nos podemos encontrar también con una situación que  puede crear unos efectos bastante parecidos a los originados por el exceso de autoritarismo,  lo que es muy diferente de la verdadera autoridad, y esta situación es  la del caos por carencia de límites o continente. Si bien, en este último caso, el problema es de una naturaleza esencialmente diferente y se parece más a los fenómenos o funcionamientos psicóticos, resulta también sumamente peligroso porque la carencia de sostén y continente crea un vacío y, precisamente, “de los vacíos suele nacer el fanatismo” (Sor, 1992).

En este sentido, me parece interesante hacer alusión a otro importante  fenómeno social que está siendo revisado en la actualidad por diversos  intelectuales con motivo de su 50 aniversario y que es Mayo del 68. Recordemos que entre sus lemas se encontraba el conocido “Prohibido prohibir”, lo que condujo también a derivas confusionales que  tuvieron graves consecuencias. En este sentido, me parecen valiosas las declaraciones del filósofo y sociólogo Jean-Pierre Le Goff (2018) que se definió como maoísta hasta bien entrados los setenta, pero que terminó desarrollando un pensamiento crítico respecto al movimiento del que formó parte estando en las barricadas de Caen, la ciudad normanda donde estudiaba:

Mayo del 68 tuvo un problema de hybris –declara-, de desmesura. Esas reivindicaciones se convirtieron, pasada la revuelta, en valores absolutos. La exigencia de autonomía de la sociedad respecto al Estado y del individuo respecto al grupo, que eran legítimas, se transformó en una desconfianza sistemática respecto a la delegación de poder, fundamento de la democracia representativa, en una sospecha permanente  ante cualquier forma de jeraraquía y autoridad…Es verdad que la capacidad de autocrítica es un factor decisivo en la democracia moderna. Pero Mayo del 68 pidió otra cosa: una sociedad sin reglas…Se atacó un ethos común previo que no era perfecto y que merecía ser revisado, pero se arrasó con todo y no se construyó nada en su lugar. Las generaciones posteriores han crecido sobre un campo de ruinas –concluye.

Y, tomando en cuenta estas declaraciones, sería importante poder estar alerta al hecho de que, precisamente, sobre las ruinas y el vacío crecen y se expanden los fanatismos. De este modo, el fanatismo puede también erigirse como una defensa frente a una situación de vacío y de confusión. En relación con esto, Fernando Savater nos recordaba, en su reciente artículo, El 68 visto a los 70, la fórmula de Friedrich Schiller en sus Cartas sobre la educación estética de la humanidad: <<La fórmula victoriosa se halla a la misma distancia de la uniformidad que de la confusión>> y  <<el hombre solo juega cuando es humano en la acepción plena del término, y solo es plenamente humano cuando juega>>.

De hecho, el funcionamiento fanático lo podemos incluso vislumbrar originariamente en el juego de los niños porque, en este último caso, el niño cuya mente se encuentra invadida por el fanatismo no despliega un auténtico juego, sino un pseudojuego donde lo más importante para él tiene que ver con el hecho de llegar a alcanzar el poder, el triunfo o  con el ganar una competición a costa de su adversario. Podríamos decir que, en estos casos, el niño no puede jugar en el sentido más genuino y profundo del término, en la medida en que desaparece la cualidad del como si, propia del juego, para adquirir una propiedad de realidad tal que conduce al niño a establecer lo que se conoce como una ecuación simbólica (Segal, A., 1957), que significa  confundir el símbolo con lo simbolizado, desarrollando un pensamiento concreto.  Podríamos poner como ejemplos extremos de  lo que sería un pensamiento concreto en ecuación simbólica los trágicos casos de niños que hemos llegado a conocer por los diarios que, creyéndose superhéroes, se llegaron a tirar desde lo alto.

Y además de no poder jugar y, por tanto, crear, pues el juego está en la base de la capacidad creativa del ser humano, el fanático no puede tener verdaderos ideales, pues el ideal conlleva una distancia que separa el futuro del presente que el fanático es incapaz de mantener. Como ha postulado la psicoanalista Teresa Olmos (1996): <<El ideal del yo se genera de un no ser y aspirar a tener, lo cual implica una separación entre el yo y el ideal>>. Desde esta perspectiva, el fanático no puede acabar de construir ideales porque vive preso de una idealización de sí mismo y de sus propias ideas: si se cree un genio y  su ideología  representa la realización de un paraíso en la tierra, no le es posible construir un verdadero ideal en la medida en que la construcción del ideal requiere también de la aceptación de la falta y de las limitaciones personales, así como de la renuncia a la búsqueda de perfección y de una satisfacción absoluta y completa.

En este sentido, Fernando Savater también decía en su artículo “El 68 visto a los 70”:

Para quienes adquirimos nuestra conciencia política individualista, hedonista y lúdica (también ingenua) en aquellos días, la mejor noticia fue que se podía ser progresista sin carnet del partido comunista o similaresPor cierto, -sigue diciendo- algunos tratan de ridiculizar el progresismo diciendo que busca el paraíso en la tierra. Eso sí que es una ridiculez: el progresista sabe que nacemos rodeados de males y que moriremos rodeados de males también, pero aspira a que los males del final no sean los mismos o peores que los del principio. –postula F. Savater.

De acuerdo a todo lo investigado por  los psicoanalistas Darío Sor y María Rosa Senet (1992) en relación con el fenómeno del fanatismo, ambos concluyen que este es un fenómeno susceptible de ser despertado en cualquier individuo, que se encuentra más allá de la psicosis, pudiendo tener incluso consecuencias mucho más graves sobre el individuo y la sociedad que las psicosis mismas ( en la medida en que se propaga con facilidad), y  un fenómeno totalmente inconsciente tanto para su portador como para su receptor. De hecho, los psicoanalistas contemplamos a través de nuestra experiencia clínica diversos reductos de ideas petrificadas que pueden funcionar en el nivel de la creencia y del entendimiento como ideas máximas, algunas de ellas con carácter imperativo y otras con rasgos de réplicas clonadas del pensamiento de otros,  ideas que nunca pudieron ser pensadas y, por tanto,  elaboradas. Por este motivo, nos podemos encontrar con sorprendentes e impactantes afirmaciones que no parecen guardar relación alguna con la persona que está hablando. En este orden de cosas, podríamos incluso considerar diversos cuadros clínicos como: la bulimia, la anorexia, y las adicciones en general, como presentando el mismo cuadro de idea máxima referida a la ingesta. De hecho, cualquier objeto puede ser usado como idea máxima como, por ejemplo, el dinero, que en tanto esté desprendido y aislado de un concepto de retribución también puede ser altamente susceptible de un uso fanático. De la misma forma, cuando el fanatismo se aloja en el pensamiento científico también lo dogmatiza. Y continuando con este recorrido, también nos encontraríamos con la exaltación de los líderes y clubes deportivos, así como con  los prejuicios que, a su vez,  también estarían emparentados con el fanatismo  en la medida en que  impiden hacer juicios basados en el propio entendimiento y experiencia personal.

Y de  entre las manifestaciones de prejuicios que impregnan nuestra cotidianeidad se encuentran las de aquellos prejuicios en los que se destacan los rasgos de tiranía y violencia que trata de ejercer el fanático sobre su entorno, hasta el punto de que estos pueden llegar a ser ejercidos de un modo tanto visible como invisible, e incluso pusilánime. En este sentido Javier Marías escribió un artículo periodístico que él mismo tituló “La tiranía de los pusilánimesen el que precisamente comenta a este respecto:

Nos vamos deslizando insensiblemente, al menos en ciertos ámbitos, a lo que podría llamarse “tiranía de los pusilánimes”…Lo que anuncia es algo que conocemos bien en el pasado: la piel demasiado fina como pretexto para eliminar lo que no nos gusta; la persecución del pensamiento que contradice nuestras creencias; la prohibición de lo que nos inquieta o fastidia; la imposición del silencio. De manera un tanto simple, sin duda, eso se viene resumiendo en una o dos o tres palabras: fanatismo, totalitarismo, fascismo. Elijan o busquen otra, da lo mismo.

Pero a esta tendencia también cabría añadir la de la mezquindad que, desgraciadamente, junto con la envidia, está considerada como uno de los males endémicos de nuestra sociedad, características ambas que también caracterizan a la mente fanática o a los aspectos fanáticos de la mente.  En relación con esto el propio Javier Marías también le dedicó un artículo titulado “La mezquindad que no falte”  en el que aseveraba:

Una de las características más dañinas de nuestro tiempo y de nuestro país es la resistencia a aplaudir y admirar nada. Sobre todo entre las nuevas generaciones, está tan extendida la idea de que todo debe ser puesto a caldo, que no hay logro ni acción noble que no despierte furibundas diatribas. Si alguien es generoso o se comporta ejemplarmente, en seguida se dice que es “postureo”. Si un maganate como Bill Gates (u otros filántropos) entrega una inmensa porción de su fortuna para combatir enfermedades o paliar el hambre, casi nadie se lo agradece, y las reacciones oscilan entre frases del tipo: “Con el dinero que tiene eso carece de mérito (olvidando que podría no haberse desprendido de un céntimo y nadie se lo habría reprochado), y del tipo: “Eso lo hace para mejorar su imagen, así que de altruismo nada es una inversión como otra cualquiera. Y, desde luego, lo que jamás existe es la unanimidad ante una buena reacción”…la mezquindad de nuestro tiempo y de nuestro país, incapaz de aplaudir, agradecer y admirar sin reservas…

Melanie Klein ha sido la psicoanalista por antonomasia que más ha profundizado sobre el tema de la envidia. Ella sostenía que, mientras los celos pueden ser considerados nobles o innobles, la envidia siempre es innoble. También ella afinó en su diferenciación con la voracidad, cuyo fin consiste en apoderarse de todas las riquezas del objeto de deseo, más allá de la necesidad propia o de las capacidades o voluntad del mismo. Sin embargo, el daño que produce la voracidad es accidental, mientras que la envidia posee como fin directo el de deteriorar los atributos del otro. Pero, al mismo tiempo, ese deterioro del objeto de deseo o de la persona envidiada también presenta un aspecto defensivo, porque si las características envidiables son destruidas ya no se produce el sentimiento de envidia (Segal, 1982), que es lo que suele intentar hacer el fanático  a través de sus actitudes destructivas.

Por otra parte, como ilustración del modo en que una idea máxima o una idea única puede llegar a colonizar el pensamiento transformándose  en una leyenda única podemos pensar en el cuento del escritor argentino Julio Cortázar: “La casa tomada”. Desde el comienzo, Cortázar (1951) nos cuenta cómo una pareja de hermanos deciden irse vivir juntos a una antigua y espaciosa casa familiar de estilo colonial. En este contexto, nos dice el narrador:

Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. (…) Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por nuestros bisabuelos en nuestra casa.

En este contexto, la casa comienza a ser “tomada” por unos intrusos y/o presencias fantasmales que conducen a estos dos hermanos a reducir su vida a una sola habitación de la casa: la habitación de Irene.

Pienso que este relato nos permite establecer una analogía  entre la representación de la “casa tomada” por los fantasmas ancestrales descrita por Cortázar y el espacio mental “tomado por la idea máxima o la idea única” que conduce a que en la mente solo se pueda vivir en un solo y único espacio habitado por la idea propia del funcionamiento fanático. Conjuntamente, el relato de Cortázar también nos permite vislumbrar a través del “silencioso matrimonio de hermanos” que describe el autor, la presencia del fantasma incestuoso que planea e invade el funcionamiento fanático que,  aferrándose a la endogamia, huye despavorido de la exogamia que toda idea nueva y diferente trae consigo.

Precisamente, en lo referente a su origen, los psicoanalistas Darío Sor y María Rosa Senet (1992) piensan que, más allá de posibles bases constitucionales que puedan existir en un sujeto, el fanatismo se transmite esencialmente en el vínculo intersubjetivo, de persona a persona, estando los niños   particularmente predispuestos, por su vulnerabilidad y extrema dependencia, a la exposición reiterada de enunciados fanáticos. De hecho, incluso llegan a plantear que algunos funcionamientos fanáticos pueden comenzar a ser transmitidos por la madre a su bebé en el propio útero materno. Paralelamente, también recuerdan que la participación en las experiencias emocionales de los grupos humanos es una condición facilitadora del contagio fanático por el peculiar fenómeno del borramiento del pensamiento individual y crítico que pueden llegar a presentar, fenómeno tan conocido y estudiado por los expertos en grupos. Conjuntamente, en los grupos, la masa suele hallarse en un estado de asimetría con respecto al líder que propicia el desarrollo fanático, y especialmente, si las personas se encuentran particularmente receptivas y permeables a desarrollar este tipo de idolatría y/o idealización del líder que les  lleva a sentirse fascinados, alienados e  incluso hipnotizados por él, como ha ocurrido en todos los regímenes totalitarios.

El extremo de este tipo de situación ha sido magistralmente descrito por G. Orwell en su famosa novela “1984” que dio origen al popular concepto de “Gran Hermano” encarnado en los reality shows y que tan bien refleja  la conocida película “El show de Truman”. En la novela de Orwell el “Big Brother” es el gran líder a la sombra, la persona omnipresente que trata de controlar todo a través de pantallas colocadas estratégicamente en cada esquina del mundo, así como en cada calle y en cada casa. En la novela de Orwell el “Gran Hermano” no representaría tanto a una persona sino al reflejo de un invisible partido que ostenta el poder policíaco y que obliga a los individuos a seguir unas pautas de pensamiento. De esta forma, todos los habitantes son parte de “Gran Hermano” y todo el mundo puede denunciar a sus vecinos de “crimen mental”: que es la forma en que se denomina el delito por mostrar o dejar ver las emociones y los sentimientos humanos. Consecuentemente, si alguien es denunciado de “crimen mental” puede ser desterrado y apartado de la sociedad. De hecho, el propio protagonista acaba siendo torturado, procedimiento que recuerda a las infames delaciones de los regímenes totalitarios.

En este contexto, lo que nos muestra la novela de Orwell es que, dado que el terror es ante todo una amenaza que concierne al pensamiento y, sobre todo, a lo que una persona podría pensar en relación con su modo de concebir el “terror” o representárselo, el sueño del poder sería desposeer al sujeto de todas las posibilidades de pensar o de conocer  la propia palabra “terror”, de forma que incluso se le torne imposible concebir ese concepto, aun cuando solo fuera en el sueño o en la fantasía. De este modo, el sujeto puede llegar a creer engañado por el poder y/o todos aquellos que lo detentan, que  vive o puede vivir en el mejor y más feliz de los mundos a pesar de que este se encuentre, visible o invisiblemente  construido, como en la novela de Orwell, a partir del más siniestro de los terrores. Algo de esto es lo que, trágicamente, ha sucedido y sucede a muchos habitantes de regímenes totalitarios que viven alienados en las ideologías y creencias de sus líderes,  negando lo siniestro de su realidad al estar fascinados e hipnotizados por ellos.

Ahora bien,  como sabemos, el estado de alienación supone la ignorancia total de parte del que la sufre, tal y como Orwell nos lo describe en su novela,  pues lo que busca una persona alienándose a través de otra es la preservación de un estado no conflictivo que es, precisamente, aquel al que apunta  la alienación porque, cuando uno está mimetizado y/o alienado con otro, no sufre ni siente nigún tipo del conflicto, en la medida en que todo aquello que proviene del otro le parece bien. Sin embargo, la preservación de un estado así sólo es posible a través de una proyección en el exterior de las críticas que podríamos formularnos a nosotros mismos y a nuestros poderes alienantes, pero el acallar la voz de  la legítima crítica y autocrítica también conlleva graves riesgos. De esta forma, para preservar el estado de alienación,  Orwell nos muestra cómo los regímenes totalitarios necesitan imponer una catarsis al odio proponiendo-imponiendo un “enemigo ideal” al conjunto de la sociedad, lo que tan espléndidamente nos mostraba también el poema de Kavafis al que aludí anteriormente: Esperando a los bárbaros.

Quisiera ahora también hacer referencia a las contribuciones de la psicoanalista francesa Piera Aulagnier (1979) en relación con el tema que hoy nos ocupa y, especialmente, a sus desarrollos en todo lo referente  al estado de alienación y al estado pasional que considero dos estados mentales estrechamente emparentados con  “el fanatismo de la vida cotidiana”.

Para Piera Aulagnier (1979) existen tres destinos que la búsqueda de placer puede imponer a nuestro pensamiento y a nuestros vínculos, estos son: la alienación, el amor y la pasión.

Para esta psicoanalista la pasión que se experimenta en las relaciones que podemos calificar como “pasionales” no implica un cambio cuantitativo en relación con el amor, sino un cambio cualitativo, es decir, algo esencialmente diferente del amor.  De este tipo de relaciones que son caldo de cultivo para el fanatismo, y que impregnan nuestra cotidianeidad en mayor o menor medida, también está recorrida la literatura universal. De esta forma, las podemos encontrar a lo largo de toda la tragedia griega,  en los grandes dramas de Shakespeare o  en las grandes novelas románticas como: “Madame Bovary”, “Ana Karenina”, “Rojo y Negro, y en un largo etcétera que podemos extender hasta la actualidad. En los últimos tiempos también tuve la ocasión de profundizar en la tragedia que, a este respecto, atraviesa el mito de Don Juan y sus distintas versiones artísticas y literarias, a raíz de que fui invitada por el Instituto Cervantes a dar una conferencia sobre este mito, con motivo de la celebración del bicentenario de Zorrilla, y en relación a la que deseaba traeros algunas conclusiones en relación con el tema del fanatismo ligado a la pasión amorosa.

En aquella conferencia planteaba la diferencia entre la relación amorosa, que alimenta y atraviesa una relación de pareja, con la relación pasional impregnada de aspectos fanáticos propia de los enamoramientos ciegos y pasionales.

Desde esta perspectiva, mientras que la relación amorosa, en el seno de una relación de pareja, está basada en la simetría, la reciprocidad y la interdependencia entre las dos personas que la componen, siendo cada uno de sus miembros un objeto privilegiado de amor y placer para el otro; en la relación pasional el objeto de placer o la persona con la que otra se relaciona pasa a transformarse en una fuente exclusiva de interés y placer y en un objeto de necesidad. Para la psicoanalista Piera Aulagnier, entonces, la relación pasional es un tipo de relación en la cual el otro o lo otro se ha convertido para la propia persona en la fuente exclusiva de todo placer y en algo enteramente necesario. En este sentido, una relación pasional entre dos personas se puede asemejar al vínculo que un sujeto mantiene con una droga. De hecho, Piera Aulagnier (1979)  en su libro Los destinos del placer diferencia tres prototipos de relaciones pasionales: la relación del toxicómano con la droga, la relación que vincula al jugador con el juego, tal y como nos lo describe Dostoyevski en su magistral novela El jugador , y la relación de una persona con  otra, o sea, la llamada pasión amorosa. Quisiera aclarar que la definición  que Piera Aulagnier otorga al término pasión excluye la relación pasional compartida o recíproca propia de la relación amorosa.  De esta forma,  Piera Aulagnier se aleja de la manera en que otros psicoanalistas como Wilfred Bion, por ejemplo, han conceptualizado la pasión, siendo para Bion (1963) la pasión: <<una experiencia emocional intensa, sin ninguna sugerencia de violencia>>. Sin embargo, pienso que este tipo de experiencia   a la que se refiere Bion para describir la pasión podríamos incluirla dentro de lo que Piera Aulagnier  describe como relación amorosa.  En este orden de cosas, si en la relación amorosa el otro es un objeto privilegiado -aunque no exclusivo- de placer, en la relación pasional el objeto de la pasión se erige como: único, exclusivo, indispensable y absoluto: uno es todo para el otro y, de este modo, es a la vez un objeto susceptible de producir un gran sufrimiento. El otro o lo otro (el juego o la droga, según el caso) pueden llegar a representar y ser todo para el sujeto que está preso de  este tipo de pasión, hasta el punto de perder el interés por todo aquello que no sea objeto de su pasión enceguecedora.

Paralelamente, Piera Aulagnier también se ocupa especialmente  de una variante de la relación pasional: la alienación. La alienación, como veíamos antes en lo relativo a situaciones políticas de estados totalitarios, supone la tendencia a abolir toda causa de conflicto para someterse, de este modo, al deseo de un otro hasta el punto de que la persona alienada, sin siquiera percatarse, está plenamente identificada con el discurso de ese otro, de forma tal que  ve la realidad únicamente con sus ojos . De esta forma, la persona alienada pierde su libertad en la medida en que no  pone en duda y cuestiona el pensamiento del otro y, de ese modo, tampoco  entra nunca en conflicto con el pensamiento de aquel con quien se aliena.

Por este motivo, es esencial para la propia estructuración psíquica del niño, a partir de un momento de su evolución, que las figuras parentales  puedan reconocerle la necesidad de tener un pensamiento propio como un  derecho fundamental para su desarrollo como sujeto pensante e individual. A lo largo del desarrollo del ser humano el propio yo idealizado: <<su majestad el bebé>> -como lo denominaba Freud (1914)-  o su majestad Don Juan –como se sienten muchos adolescentes- no sólo tiene que caer sino que, junto a él, también se necesita desidealizar el tiempo infantil y destronar a  los propios padres idealizados de la infancia o a sus representantes posteriores. Si esto no se produce, esas figuras parentales de la infancia siguen detentando todo el poder omnímodo que el niño les atribuía en su fantasía, o son reemplazadas o sustituidas por otras que las encarnan, como pueden ser los líderes de un grupo fanático, transformándose, de este modo, en ídolos u objetos idolatrados. De esta forma, una persona puede llegar a mantener una relación sumamente regresiva en las referencias a las que apela en sus juicios de verdad. Por ejemplo, pensar que algo es cierto sólo por el hecho de que lo dice la persona amada o idealizada es un retorno a una forma de juicio que tendría que ser superada. Pero bajar del pedestal en que el niño colocó a sus figuras parentales, y que luego pueden ser sustituidas por figuras y/o líderes fanáticos o por el propio objeto amoroso idealizado, implica dejar de ser la historia que el otro cuenta en su lugar, dejar de desear lo que el otro desea que él desee, y dejar de elegir exclusivamente  aquellas elecciones que se le sugieren o se le imponen. <<Haz tuyo lo que heredas>> -nos exhortará Goethe. Es decir, toda genuina identificación y elección personal requiere de una reflexión, apropiación personal y de una metabolización de todo aquello que es propuesto o procede  del otro.

¿Qué ocurre entonces cuando la pasión y alienación se dan la mano? ¿No podemos pensar que este fenómeno es el que ocurre en todo enamoramiento cuando la persona, como las mujeres presas en las redes de Don Juan, sucumbe hipnotizada  y acaba siendo cautivada por el ser todopoderoso que representa para ella el objeto de su pasión?

Como dije anteriormente, la alienación no sólo sucede en situaciones sociales extremas, sino que el propio sujeto puede tender, por razones subjetivas y por un profundo anhelo de alienación,  a alienar su pensamiento, de la misma forma que hay personas especializadas en inducir este tipo de estado mental en otros: desde el líder carismático o seductor, el amante impermeable e indiferente al sufrimiento que despierta en su objeto de pasión que le detenta un apego incondicional, hasta  la madre que es incapaz de permitir a su hijo que la destrone del lugar de portavoz exclusivo de los criterios de verdad, valor y realidad.

Como también señalaba previamente, el hecho de que una persona aliene su pensamiento en el que otro defiende y/o impone supone, ante todo, desinvestir y/o abandonar el propio proyecto personal y los propios ideales en provecho de una idealización masiva de un proyecto ya realizado por otro. De esta forma, tanto  en el deseo de alienar como en el de autoalienación se trata de intentar excluir toda causa de duda, así como todo motivo de conflicto y  de sufrimiento. Como señala Piera Aulagnier (1979):

La alienación al pensamiento y al deseo de otro supone un renunciamiento definitivo a gozar de todo pensamiento y de todo placer que demostrarían esa parte de autonomía y de libertad que el yo necesita para reconocerse pensante y deseante, y no simple eco del pensamiento o simple testigo del placer de otro.

Por este motivo, la posibilidad de poner en duda y cuestionar el pensamiento del otro y de  entrar en conflicto con el pensamiento de ese otro, sin que por ello haya que temer la muerte de uno de los dos pensamientos, es una condición necesaria para la actividad psíquica.

De esta forma,  una paciente adolescente que consideraba a su familia como  “una familia muy superficial y permanentemente  preocupada por la imagen social”, sentía que se le hacía sumamente difícil dejar de estar permanentemente pendiente de todo aquello que ella creía que sus padres (así como el resto de su familia extensa) deseaban o esperaban de ella temiendo que, si no realizaba lo que ella suponía que eran sus deseos, llegara no sólo a perder su amor sino a ser colocada en el lugar de “la tonta”, “la loca” o “la hija indigna y despreciada” dentro de su entorno familiar y su medio social.

Sin embargo, también nos podemos encontrar con que la alienación no sólo se da en una posición de sumisión, sino que también puede darse en un estado de rebeldía a través de lo que se denomina “contraidentificación”, que implica la imposibilidad de tener un posicionamiento propio desde la libertad e independencia, en la medida en que de lo que se trataría aquí es de “ir y/o posicionarse a la contra de otro” en el fracasado intento de ser uno mismo. Esto es lo que les ocurre, por ejemplo, a muchos adolescentes y a todos aquellos adultos en que en que este tipo de estado mental adolescente se convierte en un estado crónico y duradero.

En relación con este último caso me viene a la mente una adolescente con un trastorno de la alimentación que mantenía una difícil y conflictiva relación con su madre a la que describía como muy controladora, invasiva y manipuladora, y de la que también decía que siempre estaba obsesionada por la comida. “A veces, incluso cuando me veía triste me decía: come, come, que te hará bien”. Esta chica, por un lado, se sometía a los supuestos deseos de su madre, a la que idealizaba y, en diversas ocasiones, podía llegar a comer desaforadamente repitiendo, de este modo, la obsesión de su madre por la comida, a la vez que este síntoma también representaba en su caso la manera de quedarse pegada a ella a través de esta dañina identificación. Sin embargo, había un aspecto de ella misma que se rebelaba contra esto y, entonces, al modo de una defensa fracasada frente a su propia tendencia al sometimiento, que le llevaba a sentirse pegada y fagocitada por una figura materna, se producía a sí misma vómitos que la llevaban a vomitar la comida y a quedarse atrapada en un círculo infernal de voraces ingestas e intermitentes vómitos autoprovocados. Y casualmente vimos cómo los vómitos autoproducidos eran también su forma patológica de tratar de expulsar y deshacerse de esa especie de figura interna que ella sentía de mamá tiránica obsesionada con la comida, más allá de cuales fueran las características de su madre real. “Es que cuando vomito es como si sintiera que me quito de encima a mi madre”-llegaba a decir.

Como diría el psicoanalista René Roussillon (2007) :

[Estos casos dan cuenta de la imposibilidad de pronunciar] “un no profundo que les permita evitar la alienación de las posiciones de sumisión o de rebelión (las cuales, la mayoría de las veces atestiguan la derrota del sujeto al decir un “verdadero” no, que no sea un no superficial, un no paradojal de complacencia).

De esta forma, mi paciente no podía apropiarse de su genuino deseo   de sentirse una mujer diferente  de su propia madre, al tiempo que no podía pronunciar un “no profundo” que la llevara a separarse y diferenciarse de su madre de una manera global e integral, sin quedarse “pegada” a ella a través de su síntoma y de las permanentes discusiones con ella que su trastorno de alimentación le ocasionaba.

Por último, y dentro del espectro del fanatismo, quisiera hacer también alusión a lo que considero un fenómeno bastante común y que podríamos denominar como “la escucha fanática o la fanatización de la escucha”. Si, como nos mostraba el poeta Kavafis, los seres humanos necesitamos proyectar a nuestros “bárbaros internos” en el exterior, yo me pregunto: ¿cómo intervendrán  en nuestra escucha nuestros propios fanatismos internos, que todos llevamos dentro, y que nos pueden hacen desear una respuesta única, que no ofrezca dudas, incontrovertible?  De este modo, es un hecho cotidiano  el observar no solo en los continuos debates televisivos entre oradores y políticos de diverso signo, la continua tergiversación o malinterpretación de las palabras del adversario o del interlocutor, sino también en nuestros debates cotidianos entre colegas y amigos. Por este motivo, muchas veces,  las personas podemos sacar de contexto las palabras de los otros transformándolas en proposiciones que poseen las mismas características de los imperativos categóricos y/o de los postulados fanáticos sin que, necesariamente, este tipo de funcionamiento caracterice el discurso o responda a  las intenciones del  emisor del mensaje originario. Este fenómeno cotidiano lo podríamos describir como  un intento de revestir la palabra del otro con un ropaje fanático que configurara la propia escucha del receptor. De este modo de la misma manera en que hay personas que “ven fantasmas donde no los hay”, también habría otras que, desde su propio fanatismo, “ven fantismos o fanáticos donde no los hay”, como los romanos del poema de Kavafis esperaban a los bárbaros que nunca venían.

Antes de ir concluyedo, quisiera hacer mención a  que el pasado 26 de abril tuve la oportunidad de asistir en el Instituto de Empresa a la presentación del caso “PWN Madrid: En búsqueda del liderazgo compartido” en el que se analizaba el caso de PWN como el de un caso en búsqueda  del liderazgo compartido. De mi experiencia allí quisiera resaltar, junto a lo excelente de la presentación a la que tuve la suerte de asistir y en la que intervinieron Marijo Bos (Presidenta de PWN Global), Raquel Cabezudo (Presidenta de PWN Madrid) y Pascual Montañés (profesor IE Bussiness School), el hecho de que esta presentación me hizo pensar sobre algunas cosas  que pensaba exponeros hoy aquí. En este sentido pensé que, precisamente, el ideal y modo de gobierno de  una organización como PWN, no solo es el opuesto al modo fanático de funcionamiento y gobierno, sino que es también una especie de antídoto frente al mismo que nos muestra y alienta en la dirección de que el verdadero liderazgo compartido es aquel que, frente al pensamiento único, se muestra como el liderazgo que cree que no hay una solución única para resolver los problemas y para  abordar las cosas.

Siguiendo el espíritu de PWN, y al modo de homenaje a su estilo de liderazgo y a su ideal de tolerancia y libertad de pensamiento,

quisiera finalizar mi exposición con las palabras de dos psicoanalistas que considero que  permiten preservarnos de nuestros funcionamientos fanáticos iluminando las tinieblas a las que  pueden conducirnos.

En el año 2002 Carlos Paz, en un debate entre psicoanalistas sobre “la fantasía inconsciente”, precisaba el modo en que el esclarecimiento de los términos: “unívoco”, “equívoco” y “análogo” nos podía permitir aclarar algunos aspectos de nuestros debates en torno a las propias teorías psicoanalíticas, y yo agregaría que también de nuestras propias tendencias fanáticas de las que los propios psicólogos, profesionales del área de la salud y psicoanalistas tampoco estamos exentos. El nos recordaba los alcances de estos términos precisando:

Unívoco: dícese de lo que tiene igual naturaleza o valor. Equívoco: palabra cuya significación corresponde a diferentes cosas; que puede entenderse o interpretarse en varios sentidos o que puede dar lugar a juicios diversos. Análogo: Relación de semejanza entre cosas distintas.

Y Carlos Paz concluía, a este respecto, de la siguiente manera:

Y tal vez sea una exigencia de lo unívoco o un atrapamiento en lo equívoco lo que nos problematice.

En consonancia con estas palabras de Carlos Paz, quisiera concluir también con las palabras de la psicoanalista Rebeca Grinberg (…) de su artículo “Los obstáculos para la terminación del análisis. El funcionamiento fanático”  que a mí  también me sirven, no solo como homenaje, sino también de ilustración del estilo de liderazgo de tolerancia, creatividad y libertad de pensamiento que representa PWN:

En el proceso de conocimiento, una idea puede ser iluminada desde distintos puntos de vista. Cada vértice aclara una parte del problema y deja en adecuada penumbra otras zonas. Si se describe un objeto desde distintos ángulos, se logra una conjunción de perspectivas, sombras, reminiscencias, verdades y dudas que hacen del aprendizaje una experiencia de crecimiento, dotada del innegable componente estético del descubrimiento.

 

Mercedes Puchol Martínez

Madrid, mayo del 2018

En busca de Don Juan

Modernidad y controversia de un mito

Mercedes Puchol participa como ponente en la cuarta edición del ciclo de conferencias «Lecturas y relecturas» organizado por el Instituto Cervantes y la Universidad de Alcalá en colaboración con el Ayuntamiento de Alcalá de Henares, cuyo propósito es renovar la mirada contemporánea sobre los clásicos de la literatura española y en español, y acercar sus obras tanto al público general como al universitario, siempre desde una perspectiva actual.

Descargar la conferencia completa de Mercedes Puchol

Conferencia de Mercedes Puchol sobre el mito de Don JuanConferencia sobre el mito de Don Juan de Mercedes Puchol

Te doy mis ojos

La historia de una mirada desde elvivir sin estar viviendo alvivir viviendo a la luz del conflicto estético.

Artículo sobre la película «Te doy mis ojos» publicado en la revista digital «Psicoanálisis» de la Asociación Psicoanalítica de Buenos Aires (APdeBA) en el número dedicado a la «Perversión«. Vol. XXXVIII / 2016-2/3: Perversión

http://www.psicoanalisisapdeba.org/vol-xxxviii/2016-23-perversion/te-doy-mis-ojos-la-historia-de-una-mirada-desde-el-vivir-sin-estar-viviendo-al-vivir-viviendo-a-la-luz-del-conflicto-estetico/

Comprender la depresión

En primer lugar quisiera agradecer al Centro Cultural Buenavista el que me haya dado la oportunidad de poder hablar y compartir con ustedes un tema tan relevante por el sufrimiento que ocasiona como es el de «comprender la depresión«, aunque también hay que tener en cuenta que se trata de un tema muy complejo y difícil para ser transmitido y pensado en un tiempo breve. A pesar de todo ello voy a tratar de trasmitirles algunas reflexiones sobre él.

La palabra «depresión» es una palabra vinculada a otras que, de alguna manera y en alguna medida, le confieren su significado de «estado de tristeza profunda caracterizado por la inhibición de las actividades y el cese del interés por el mundo«. Y estas palabras que tan estrechamente guardan vínculos con la palabra depresión no son otras sino: pérdida, duelo, reproches, autoestima y culpa. Y…ustedes, quizá se preguntarán: «¿Y cuál es la relación que guardan estas palabras entre sí? Y… ¿qué relación tienen con la depresión?«

Pues es justamente el poder ir poco a poco respondiendo a estas cuestiones lo que nos va a permitir tratar de comprender el significado de algo tan enigmático como es «la depresión«. Así que… ¡emprendamos juntos el viaje hacia el intento de la resolución del enigma!

Para empezar esta andadura tenemos que retrotraernos al año 1917, año en que sale a la luz el genial e iluminador artículo de Sigmund Freud titulado «Duelo y Melancolía» que es el primer estudio en profundidad de esta afección y en el cual se aportan los pilares básicos y esenciales para comprenderla sobre los que se sustentan la mayoría de desarrollos actuales dentro de esta línea.

Y… ¿Qué nos descubre Freud en este texto? Dado que son tantas y tan grandes y complejas sus aportaciones, trataremos de ir por pasos. El primer gran descubrimiento de este genial científico fue que la melancolía o depresión mayor -como actualmente también se la denomina- es comparable por sus manifestaciones a otro estado afectivo que nunca se nos ocurriría considerarlo un estado patológico porque confiamos en que pasado cierto tiempo se lo superará. Y… ¿cuál sería ese estado no patológico que guarda tantas similitudes con la depresión? Pues bien, si la depresión se caracteriza por: un profundo ánimo doloroso, un cese del interés por el mundo exterior, la pérdida de la capacidad de amar y una inhibición de toda productividad (Freud, 1917)…podríamos concluir siguiendo a nuestro investigador- que el estado afectivo que más se le parece no es sino el estado de duelo como reacción frente a la pérdida de una persona amada o de una abstracción equivalente como: la patria, la libertad, un ideal, etc. (Freud,1917). Pero…resulta también, y ¡he aquí un nuevo hallazgo!, que a raíz de idénticas influencias, en muchas personas se observa, en lugar de duelo, depresión. Luego…parecería, como nos señala Freud (1917), que «son idénticas las influencias de la vida que los ocasionan, toda vez que podemos discernirlas«.

Como ejemplos de pérdidas que en distintas personas pueden desencadenar una depresión, que implicaría una imposibilidad para poder realizar una buena elaboración del duelo por la pérdida o pérdidas correspondientes, voy a mencionar algunas. De entre ellas destacaría: la muerte de un ser querido o la separación del mismo por diferentes motivos; la pérdida de un status social o de cierto nivel adquisitivo, como suele suceder en las jubilaciones; la pérdida de un ideal en el que se colocaban muchas esperanzas (como por ejemplo, un ideal político o social), o incluso la pérdida de un ideal que se depositaba en una persona concreta confiando en que ésta fuera capaz de llevarlo a cabo. Un caso de este tipo de ideal depositado en otra persona podría ser el de los padres que esperan o confían en que sus hijos o sucesores realicen en la vida aquello que ellos mismos no pudieron realizar. Por último, mencionaría la pérdida de una etapa de la vida (con todo lo que ésta representa) para entrar en otra más avanzada del ciclo vital. Este tipo de pérdidas son generalmente sentidas con mayor agudeza en los llamados períodos críticos de la vida, los cuales suelen ir acompañados de crisis vitales marcadas por la percepción de los cambios asociados al paso del tiempo. (M. Cid, 1994).

Como ejemplos de períodos críticos voy a mencionar algunos significativos. Uno de estos períodos críticos corresponde al momento o período adolescente, en el cual el adolescente tiene que enfrentarse, entre otras cosas, a la pérdida de su cuerpo infantil y de su status de niño, para así poder dar entrada a un cuerpo adulto y a una nueva identidad adulta con todas las implicancias que ésta conlleva. Todas las pérdidas inherentes a la transición hacia la edad e identidad adulta pueden precipitar ansiedad y sentimientos depresivos que suelen ser algunos de los motivos manifiestos de consulta de entre los adolescentes.

Otro momento clave de la vida es la venida de los hijos, por todas las renuncias, junto a las inmensas gratificaciones, que la misma pude conllevar. En este momento aparecen en algunas mujeres las llamadas depresiones del puerperio, que surgen tras el parto, y que están relacionadas con la ansiedad de la madre por su dificultad de perder la relación fusional con su hijo y separarse de él, separación que vendría corporal y simbólicamente marcada por el corte del cordón umbilical que la unía tan estrechamente a él.

Otro período crítico de la vida es la entrada en la edad avanzada. En la mujer la venida de la menopausia es un momento importante de duelo por la pérdida biológica de la fertilidad que puede reactivar fantasías de desvalorización del cuerpo propio; así como en los hombres suele ser el acontecimiento externo de la jubilación un duro golpe para la valoración de su autoestima o amor propio. De igual manera ocurre con el envejecimiento, por todo lo que supone de pérdida de un cuerpo joven y saludable (M. Cid, 1994).

Por tanto, y de acuerdo con todos los ejemplos mencionados, podemos afirmar que la palabra depresión está relacionada con la pérdida, del mismo modo que lo está la palabra duelo. Pero… también nos podríamos preguntar con Freud (1917): «Y… ¿por qué el estado o conducta de duelo no nos parece patológica?» Y…, tal y como nos indica en el citado artículo (Freud, 1917), podríamos respondernos: «Pues… porque sabemos explicarla muy bien.» Pero…entonces: ¿parecería que hay algo enigmático en la depresión que no sabemos explicarnos? Y… ¿cuál podría ser quizá el camino para resolver este enigma? Si caminamos con Freud (1917), nos encontramos con un dato llamativo que no es común al estado de duelo y en cambio sí aparece en el estado de depresión. Y este elemento faltante en el duelo es la pérdida de autoestima. En el duelo no aparece este elemento que, en cambio, sí lo hace en la melancolía o depresión; estando además en la depresión acompañado de: autorreproches, autoacusaciones y expectancia de castigo (elementos que tampoco aparecen en los estados de duelo).

Luego… ¡ya tenemos casi esbozada en nuestra mente la comparación de ambas afecciones: el duelo y la melancolía o depresión! Apliquemos entonces, como hizo Freud, lo que averiguamos en el duelo a la depresión.

Nos dice Freud (1917) que en una serie de casos la depresión puede ser una reacción frente a la pérdida de un ser amado, y que en otras puede reconocerse que esa pérdida es de naturaleza más ideal (como en algunos de los ejemplos mencionados). También nos dice que puede ocurrir que el ser amado tal vez no esté realmente muerto, pero que se pierda como objeto de amor (p. ej., el caso de una novia abandonada). Y que en otras circunstancias nos creamos autorizados a suponer o hipotetizar una pérdida como desencadenante de la depresión que sufre una persona, sin que podamos atinar a discernir con precisión lo que se perdió, pudiendo llegar a pensar que tampoco el enfermo puede saber en su conciencia qué es aquello que ha perdido. Este caso podría presentarse aun siendo notoria para el enfermo la pérdida ocasionadora de la melancolía; es decir, cuando él sabe a quién perdió, pero no lo que o aquello que perdió en él o ella o con él o con ella; o sea, aquello que el ser amado se llevó consigo (Freud, 1917).

Por ejemplo, recuerdo a una chica que tras haber roto la relación con su pareja (supuestamente un prestigioso profesional bastante mayor que ella), entró en una profunda depresión que fue el motivo de su petición de ayuda. Se sentía terriblemente sola y abandonada, así como incapaz de rehacer su vida. En este caso, nos encontramos con que la paciente era consciente, desde una perspectiva, de a quién a perdido: al hombre que era su pareja y al que sobrestimaba y amaba profundamente; pero…en cambio, también nos encontramos con que había algo más que había perdido y de lo que parecía no saber nada, a excepción de que esta pérdida la había sumido en una profunda depresión. Y… ¿qué sería aquello que parecía haber perdido en su pareja y de lo que no presentaba conciencia alguna? Pues fue el tratar de resolver el enigma que le desencadenaba semejante dolor a lo que nos encomendamos a lo largo de su proceso psicoterapeútico, y en la medida en que este enigma se pudo ir resolviendo, sus problemas también lo hicieron y, por lo tanto, sus síntomas fueron desapareciendo. Descubrimos juntas que su pareja no sólo era el hombre a quien tanto amaba y con el que compartía su vida, sino que también representaba para ella la figura de un padre ideal que sentía que le compensaba de todas las carencias que tuvo en la relación con su propio padre. Es decir, que aquello que había perdido y de lo cual nada sabía, tenía que ver con la figura de un padre que le aportaba toda la atención, el cariño y la sabiduría que siempre anheló en el suyo propio y al cual describía como ausente y falto de cariño hacia ella.

Todo esto nos llevaría a referir de algún modo la melancolía a una pérdida, sustraída de la conciencia, a diferencia del duelo, en el cual no hay nada inconsciente en lo que atañe a la pérdida. (Freud, 1917).O sea, que ya tenemos un nuevo elemento que diferenciaría el estado de duelo del de depresión: la retirada o permanencia de lo perdido dentro de la conciencia, siendo ésta consciente en el duelo e inconsciente en la depresión.

Por lo tanto, y retomando el razonamiento seguido por Freud (1917): «En el duelo hallamos que inhibición y falta de interés [por el mundo externo] se esclarecían totalmente por el trabajo [o momento] de duelo que absorbía [a la persona]. En la melancolía la pérdida desconocida [que la ha ocasionado] tendrá por consecuencia una labor interior semejante y será la responsable de la inhibición que le es característica. Sólo que la inhibición melancólica nos impresiona como algo enigmático porque no acertamos a ver [qué es eso] que absorbe tan enteramente al enfermo. El melancólico nos muestra todavía algo que falta en el duelo: una extraordinaria rebaja de su amor propio, o sea, un enorme empobrecimiento de sí. En el duelo, el mundo aparece como pobre y vacío ante los ojos del sujeto; en la melancolía, eso le ocurre al [melancólico] mismo. El enfermo [se describe a sí mismo] como indigno de toda estimación, incapaz de rendimiento valioso y moralmente condenable; se hace reproches, se insulta y espera repulsión y castigo. Se humilla ante todos los demás y conmisera a sus familiares por tener lazos con una persona tan indigna. No abriga la idea de que le ha sobrevenido una alteración, sino que extiende su crítica al pasado; asevera que nunca fue mejor. El cuadro de este delirio de insignificancia-predominantemente moral- se completa con el insomnio, el rechazo del alimento y un desfallecimiento, en extremo asombroso psicológicamente, de la pulsión que compele a todos los seres vivos a aferrarse a la vida; [desembocando en los casos extremos en intentos, algunas veces exitosos, de suicidio]«.

Por tanto, nos encontramos con que el depresivo es alguien entregado a la autodenigración frente a la cual nos resulta infructuoso tratar de oponernos a sus implacables autocríticas. Pero…también es verdad que nos podemos preguntar como lo hizo Freud (1917), si quizá en su fuero interno pudiera tener en algún sentido algo de razón y estar describiendo algo que es como a él le parece. Incluso, podríamos llegar a plantearnos, en algunos casos -como nos sugiere Freud- si su autocrítica se pudiera acercar bastante al conocimiento de sí mismo y captar parte de la verdad con más claridad que otros no melancólicos. Porque…citando al príncipe Hamlet -tal y como lo hace Freud (1917) en su trabajo-: «Dad a cada hombre lo que se merece, y ¿quién se salvaría de ser azotado?» Pero… también es verdad que «tampoco es difícil notar que entre la medida de la autodenigración y su justificación real no haya correspondencia alguna«-nos dice Freud (1917)-, y «que la mujer [ a la que antes de caer en un estado depresivo considerábamos] cabal, meritoria y hacendosa, no hablará, en la melancolía, mejor de sí misma que otra [ a la que se pudiera considerar muy poco valiosa], y aun quizá sea más proclive a enfermar de melancolía que esta otra de quien no sabríamos decir estas cualidades«.

Osea que, como nos diría nuestro sabio poeta Jorge Manrique en «Las coplas por la muerte de su padre«:

«[en la melancolía -diríamos nosotros-] allí los ríos caudales,
y más chicos,
allegados, son iguales
los que viven por sus manos
y los ricos«

Pero…, lo cierto es que el que se aprecia de la manera en que lo hace el melancólico, ya diga la verdad o sea más o menos injusto consigo mismo, ése, no hay duda: está enfermo, enfermo de depresión.

«Por último, -nos sigue diciendo Freud (1917) – tiene que resultar llamativo que el melancólico no se comporte en un todo como un individuo normal, agobiado por los remordimientos. Le falta (o al menos no es notable en él) la vergüenza en presencia de los otros, que sería la característica del normal. En el melancólico podría casi destacarse el rasgo contrario, o sea el de comunicar a todo el mundo sus propios defectos, como si en este rebajamiento de sí mismo hallara cierta satisfacción. [Y…es que] lo esencial no es, entonces, que el melancólico tenga razón en su penosa autocrítica, hasta donde esa crítica coincida más o menos con la opinión de los otros. Más bien importa que esté describiendo correctamente su situación psicológica. Ha perdido su propia estima y quizá pueda tener buenas razones para ello. Esto nos pone ante una contradicción que nos depara un enigma difícil de solucionar. Siguiendo la analogía con el duelo, deberíamos inferir que él ha sufrido una pérdida [de alguna cosa]; pero de sus declaraciones surge una pérdida en su propia persona [ o mundo interno] (…) [Pero…]el cuadro de la melancolía destaca el desagrado moral con [la propia persona] por encima de otras críticas: quebranto físico, fealdad, debilidad, inferioridad social, rara vez son objeto de esa apreciación que el enfermo hace de sí mismo; sólo el empobrecimiento[o la ruina moral] ocupa un lugar privilegiado entre sus temores o aseveraciones«- nos dice Freud-. Por lo tanto, es como si una parte [de la persona] (la conciencia moral) se contrapusiera a la otra, tomándola por objeto de sus críticas. Pero… ¡ y aquí se nos esclarece la contradicción antes presentada! Si, como nos dice Freud (1917), escuchamos con fineza los reproches que el paciente se dirige, llega un momento en que no es posible sustraerse a la impresión de que los más fuertes de ellos se adecuan muy poco a su propia persona y muchas veces, salvadas algunas modificaciones, se ajustan a otra persona a quien el enfermo ama, ha amado o amaría.

Y…pareciera que aquí entonces se tuviera en la mano la clave del enigma de este cuadro clínico: «Si se disciernen los autorreproches como reproches contra un ser objeto de amor, que desde éste han rebotado sobre [la persona aquejada de depresión]». Es decir, los reproches que el melancólico se dirige a sí mismo, son reproches que originariamente están destinados a otra persona o a otra cosa, y que como por un giro de 180º, han retornado sobre su propia persona. «La mujer– nos dice Freud (1917)- que conmisera en voz alta a su marido por estar atado a una mujer tan inútil quiere quejarse, en verdad, de la inutilidad de él, en cualquier sentido que se la entienda«. Pero…puede ocurrir también que entre los autorreproches haya algunos genuinos, que pudieron abrirse paso porque ayudan a encubrir a los otros y a imposibilitar el conocimiento de la verdadera situación psicológica del melancólico o depresivo, e incluso pudieran provenir también de los pros y los contras que se sobrepesaron en la disputa de amor que culminó con la pérdida. Así, la conducta de los depresivos se nos hace comprensible: sus quejas son realmente peleas, y lo rebajante que dicen de sí mismos en el fondo lo dicen de otro (Freud, 1917). Y es que, como con tanta genialidad vislumbró Freud (1917), los melancólicos en vez de adoptar aptitudes más acordes con sus autocríticas, como por ejemplo la postración y sumisión frente a quienes les rodean, son más bien martirizadores, algunas veces en grado extremo, y se muestran siempre como afrentados y como si hubieran sido objeto de una gran injusticia. Y esto es posible en la medida en que las reacciones de su conducta provienen siempre de la constelación anímica de la pelea, que después, por virtud de un cierto proceso psíquico, son transportadas al estado de rebajamiento y empobrecimiento que caracterizan al melancólico.

Y…si ahora volvemos al lugar del que partimos: la comparación del duelo con la melancolía o depresión, descubrimos algo nuevo. Esto es que el vocablo «duelo» tiene dos acepciones: la de dolor o aflicción, y la de desafío y combate entre dos. ¡Curiosa etimología ésta! Porque…, de alguna manera y en alguna medida, descubre la doble cara de la melancolía en su relación con el duelo por la pérdida de un ser amado: la tristeza y…en su fondo, también la queja: la reyerta.

Si, seguimos a Freud en su artículo «Duelo y Melancolía» (1917) y tratamos como él de hacer una reconstrucción desde sus orígenes del proceso que hoy nos ocupa: la depresión, nos encontramos con que hubo un primer momento, en que el melancólico o la persona deprimida se vinculó a una persona o a un ser amado. En un segundo momento, por obra de una afrenta real, un desengaño o desilusión de parte del ser o la persona amada, sobreviene un sacudimiento del vínculo con éste. El resultado no fue el normal, que habría sido una desvinculación de esa persona o ser amado y una vinculación a uno nuevo; sino otro distinto. Este último resultado que acaece en la depresión consiste en que el amor hacia el ser amado se cancela como consecuencia del sacudimiento del vínculo amoroso con él, pero el amor que la persona profesaba a su ser amado no se entrega a otro ser, sino que se retira sobre el propio yo o la propia persona y, una vez en él (en la persona propia), sirve para establecer una identificación con el ser querido perdido. En psicoanálisis podemos definir la identificación como «el proceso psicológico mediante el cual un sujeto asimila un aspecto, una propiedad, un atributo de otro y se transforma, total o parcialmente, sobre el modelo de éste. La personalidad se constituye y se diferencia mediante una serie de identificaciones» (1971, Laplanche y Pontalis).

Recuerdo a una paciente que, tras sufrir la terrible pérdida de su hijo de cuatro años en un accidente automovilístico, cayó en una profunda melancolía con reiterados intentos de suicidio. Cuando acudió a verme, seis años después del trágico suceso, estaba aquejada de un grave estado «de nervios y dolores» -como ella solía decir. A lo largo de su tratamiento, fuimos descubriendo juntas que el modo que ella tenía de no peder a su hijo, del que le resultaba imposible separarse, era identificarse con él, pareciéndose a él. Por este motivo, ella actuaba y por momentos hablaba como un niño de tres o cuatro años, y por este mismo proceso de identificación, trataba también de darse muerte (muriéndose como él) a través de sus reiterados intentos de suicidio. «A veces, cuando veo por la calle un entierro lo sigo, y me parece que soy yo misma la que está metida en el ataúd«-solía decir.

«La sombra del [ser querido] cayó sobre yo– nos dice Freud(1917)-,quien en lo sucesivo, pudo ser juzgado por una [ parte] del yo particular como a [un ser independiente], como al ser abandonado.» Por eso mi paciente también decía: «Es como si sintiera como una sombra que no me dejara vivir«. Y es que, como juntas pudimos descubrir, esa era «la sombra de su hijo muerto que caía sobre ella y que la impedía vivir«, ocupando prácticamente toda su mente y no dejando casi ningún espacio para su propia persona y el resto de sus seres queridos: fundamentalmente sus dos hijos y su marido.

De esta manera ( Freud, 1917), la pérdida del ser querido para el depresivo se transforma en una pérdida de su propia persona. La paciente de la que les he hablado, por ejemplo, se describía a sí misma como vacía y perdida por dentro. ¡Qué reflejo más claro de la identificación con el ser perdido! A través de este mismo proceso psicológico, el conflicto entre la persona deprimida y el ser amado, se transforma en un conflicto que se desarrolla a través de la división interna entre una parte crítica de la persona deprimida y otra parte identificada (total o parcialmente) con el ser perdido.

Para que ustedes lo puedan ver más claramente, voy a volver sobre la última paciente de la que les hablaba. Ella, a lo largo de su proceso psicoterapeútico, descubrió que en un rincón de su mente albergaba mucha rabia hacia su hijo muerto por diversos motivos: por haberse muerto y de este modo también haberla abandonado, por no haber sobrevivido al trágico accidente después de estar varias semanas en coma y haberla provocado un terrible sentimiento de impotencia, y por haberse llevado consigo todas las grandes esperanzas e ideales que había depositado en él. Debido a que mi paciente era una persona implacablemente crítica y exigente consigo misma, no se podía permitir que todos esos sentimientos que estaban escondidos afloraran a su conciencia, pudiendo así ser tramitados de otra manera. No pudiendo, por esta razón, desasirse de los mismos que la presionaban desde lo más profundo de su ser, la inundaban de una enorme culpa que la perseguía y que al mismo tiempo tenía que expiar a través de todos sus síntomas: tanto físicos (dolores, cefaleas, vómitos…) como psíquicos (autorreproches, angustia, insomnio, infantilismo…). Podríamos decir que todos esos reproches escondidos que le hacía a su hijo por no haber sobrevivido al trágico accidente la llenaban de culpa, transformándose a consecuencia de la misma, en reproches de una parte de su persona (su conciencia moral) contra otra parte de su persona identificada con el hijo perdido y que era el blanco de sus críticas. Como ustedes pueden comprobar, estos reproches ilustran y escenifican perfectamente los autorreproches característicos de la melancolía que tienen su origen profundo en los reproches dirigidos a la persona o ser que se ha perdido como objeto de amor.

O sea, que podríamos decir que en todo este proceso que atraviesa el depresivo, ocurriría algo así como que la persona deprimida (aunque de todo esto no sea consciente) no acaba de abandonar su vínculo con el ser amado y se transforma total o parcialmente en él o sobre el modelo de él, de manera tal que escenifica en su mente el conflicto existente e irresuelto entre él mismo y la persona amada. De esta forma, este conflicto está representado por la crítica implacable de una parte de su ser frente a la otra que actúa ocupando el rol del ser amado. Por lo tanto, podríamos afirmar que el depresivo en el fondo no acaba de poder desvincularse de su ser amado y sigue relacionándose con él internamente; o, mejor dicho, de lo que en realidad no puede desvincularse es de su amor o vínculo amoroso con él, más que del ser amado en sí mismo.

Un muy bonito ejemplo de todo este fenómeno psicológico que sufre el melancólico o depresivo creo que nos lo podrían aportar los bellísimos versos de Miguel Hernández cuando, en su elegía por la muerte de su queridísimo amigo Ramón Sijé dice así:

«No hay extensión más grande que mi herida,
lloro mi desventura y sus conjuntos
y siento más tu muerte que mi vida.
(…)
compañero del alma, compañero

Y es para el deprimido «no hay extensión más grande que su herida» y siente más la pérdida del ser amado que su propia vida.

Pero…para que todo esto ocurra podríamos decir que se requeriría de unas importantes condiciones, y una de ellas sería: que en todo o en parte, la disposición a contraer melancolía o depresión remitiera a un tipo particular de vínculo con el ser amado que en psicoanálisis conocemos como vínculo narcisista. Y… ¿en qué consistiría éste? Pues consistiría en que la elección del ser amado se hace siguiendo el mito de Narciso, del cual toma su nombre, y el cual nos describe con tanta hermosura Ovidio en su famosa obra «Las Metamorfosis«.

Este mito narra la historia de Narciso, joven de enorme belleza que, incapaz de corresponder al amor que suscitaba (entre él el de la ninfa Eco que languideció de melancolía por su inútil amor hasta que por las montañas sólo quedó el eco de su voz), murió víctima de la pasión que le inspiró su propia imagen reflejada en un lago en el cual se ahogó y en cuyas orillas nació la flor que lleva su nombre: Narciso. O sea, que la elección del ser amado al modo de Narciso consistiría en que se elegiría a éste (al ser amado) desde la propia imagen idealizada de uno mismo que se traduciría en tratar de buscar en otro una imagen de perfección que una vez se creyó tener en algún momento de la vida, se cree tener en la actualidad o se quisiera tener y alcanzar a través de la unión con ese otro o eso otro con quien uno se relaciona. (Freud, 1917). En definitiva, la persona en cuestión no acaba de poder renunciar a la posibilidad de encontrar la perfección en la vida y trata de reencontrarla en su relación con otro o algo otro al que atribuye todo tipo de perfecciones y valores, resumiendo: a lo que o al que idealiza inconmensurablemente.

Pero… ¿qué consecuencias trae o traería este tipo de vínculo tan idealizado con otro? Pues que se crea un vínculo de extrema dependencia, en el cual no se ama a un otro como a un ser separado, diferenciado e independiente del sí mismo, sino que se le ama como una especie de proveedor de satisfacciones al que se requiere por los servicios que presta. Por lo tanto, no se ama al otro por lo que es o por quién es, sino porque representa aspectos altamente idealizados de lo que uno mismo cree que es, que fue o que desearía ser.

El vínculo narcisista sería entonces un vínculo pasional- fusional donde no existiría una buena separación y diferenciación del otro, y que podría venir ilustrado desde los bellos y sabios «Proverbios y Cantares» de A. Machado que dicen así:

«Ese tu Narciso «Con el tú de mi canción
ya no se ve en el espejo no te aludo, compañero;
porque es el espejo mismo» ese tú soy yo.»

Pero…un vínculo de semejantes características, por la propia dependencia tan extrema que conlleva, no puede sino ser vivido con mucha turbulencia y violencia, puesto que cualquier acto del ser amado (desde la fantasía de fusión y no separación) es vivido como algo dirigido hacia uno mismo.

Recuerdo a un paciente adolescente muy exigente y brillante en materia de estudios, que decía que cada vez que su novia no obtenía en un examen la nota que él deseaba para ella, lo vivía como un agravio personal y se violentaba con ella exigiéndole responsabilidades. Y es que este paciente, como juntos pudimos descubrir, vivía los resultados de los exámenes de su novia como propios y, desde esa confusión con ella no podía tolerar lo que él vivía como limitaciones de su pareja.

Y…volviendo ahora a nuestro tema en cuestión: ¿Recuerdan ustedes que yo les hablé de cómo los autorreproches del depresivo no son sino en verdad reproches hacia el ser amado, reproches que retornaron hacia la propia persona del deprimido dando lugar en el interior de éste a una especie de dramatización del conflicto entre una parte de la persona crítica con el objeto de amor perdido y otra identificada con él? Pues bien, por este mismo motivo, nos podemos encontrar frente a algunos casos en los que «la persona deprimida, por el rodeo de la autopunición, martiriza a sus amores por intermedio de su condición de enfermo, tras haberse entregado a la enfermedad, a fin de no tener que mostrarles su hostilidad directamente. Y por cierto, [pudiera ser que] la persona que provocó la perturbación afectiva del enfermo y a la cual apunta su ponerse enfermo, [se halle] por lo común en su ambiente más inmediato.» (Freud, 1917).

Y…de todo lo dicho…, ¿a qué conclusiones podríamos arribar entonces para nuestro tema en cuestión: la depresión?

Pues…en primer lugar, podríamos decir, siguiendo a Freud (1917) que: «lo que la conciencia experimenta de [la depresión o melancolía] no es la pieza esencial de ésta, ni aquello a lo cual podemos atribuir una influencia sobre la solución de la enfermedad. (…) [Siendo] más bien a la pieza inconsciente del trabajo a la que podemos adscribir una influencia tal, no [tardando] en discernir una analogía esencial entre el duelo y la melancolía«.

O sea, y volviendo al inicio de mi propuesta: «que la melancolía o depresión está relacionada con las palabras: pérdida, duelo, reproches, autoestima y culpa«. De esta manera podemos concluir que: la depresión es un estado parecido al estado de duelo y, como tal, tiene que estar en relación con una pérdida. Pero en este caso, a diferencia del duelo, esta pérdida permanece fuera de la conciencia y el sujeto, aunque en algunos casos llegue a saber a quién ha perdido, siente que se añade algo muy grande a su desdicha que tiene que ver con algo de lo que nada sabe: «lo que ha perdido o aquello que ha perdido«. Por lo tanto, en la depresión, a diferencia del duelo, la pérdida permanece fuera de la conciencia. Pero…casualmente, eso que se pierde y/o ese alguien a quien se pierde es algo tremendamente preciado por el sujeto porque lo siente como algo que es parte de sí mismo, no separado de él, y que además le permite mantener la creencia (aunque no necesariamente consciente) de que la perfección existe; ya que el tipo de vínculo que mantiene se hace desde la más absoluta idealización del ser amado. Pero, concomitantemente, un vínculo de semejantes características refleja una extrema dependencia que, consecuentemente, sólo puede conducir a una gran pérdida de la autoestima propia y a sentimientos tales como: la insatisfacción, la rabia y la frustración en relación con el ser amado. Y… ¿adónde van a parar todos esos sentimientos? Pues podríamos pensar que, quizá, por la culpa que generarían en la propia conciencia se vuelven contra la propia persona, en vez de dirigirse contra el ser del que originariamente provenían, tornándose de esta manera en los autorreproches y autoacusaciones característicos de la melancolía y que tanto hacen sufrir al melancólico y a las personas de su entorno indirecta y directamente.

Por lo tanto, y para concluir, podríamos decir que hemos llegado a acercarnos, en alguna medida, a lo que quizá nos parecía un enigma tan complejo y difícil. Y…a mí sólo me queda agradecerles su paciencia y atención en esta tarea.

Fdo: © Mercedes Puchol Martínez – Madrid, Marzo 2002.

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