Categoría - Reseñas

1
Los huéspedes del yo. Las identificaciones y desidentificaciones en la clínica psicoanalítica
2
Long-term psychodinamic psychotherapy: a basic text
3
Pedofilia pedofilias
4
Femenino Melancólico
5
La violencia sobre las mujeres

Femenino Melancólico

Femenino Melancólico de Catherine Chabert

La obra Femenino Melancólico de C. Chabert editada dentro de la colección APM-Biblioteca Nueva es un libro de referencia para la comprensión y profundización de un tema apasionante que se erige como el núcleo común, presente en ambos sexos, que  determina el devenir individual y, esencialmente, el devenir sexual: «lo femenino melancólico». En su introducción, la autora nos muestra cómo la experiencia inefable de lo femenino se sitúa en el corazón del análisis en la medida en que la acción de la transferencia moviliza la pasividad por su solicitación excitante, constituyendo  esta experiencia  la materia misma del proceso analítico.

Femenino Melancólico de Catherine Chabert

El libro se divide en dos partes fundamentales que la autora engloba en dos apartados: «Las vías interiores» y «Perder, Reencontrar». Cada uno de ellos está compuesto de varios capítulos que van desarrollando ambas  temáticas. En el primer capítulo titulado: «La pasividad», C. Chabert analiza esta temática partiendo de la base de que la escena primitiva produce en el niño intensos sentimientos de exclusión, impotencia y desamparo que sostienen la postura pasiva-manifiesta-, mientras que en el interior domina la excitación sexual. En esta situación la angustia surge para apagar la excitación, y  se crean las fantasías de seducción  que implican la representación pasiva del sujeto en la escena (que, a su vez, disfraza el autoerotismo de la sexualidad infantil). Desde esta perspectiva, la representación de la escena de seducción garantiza al sujeto un dominio potencial de una excitación que amenaza con desorganizarse, tarea que, al mismo tiempo, sólo es realizable con la condición de que la pasividad inherente al estado de excitación (excitarse por…), como reacción hacia el otro, pueda ser reconocida.

A la autora, lo que le interesa de las fantasías originarias no es sólo el contenido de las escenas y sus engranajes singulares, sino la tarea del aparato psíquico en el tratamiento de la excitación y en la constitución de la realidad psíquica a través del modo en que éstas se van organizando.  Desde su punto de vista, la presencia de estas fantasías convoca, con independencia de su modo de transmisión, un conjunto de relaciones entre representaciones y afectos. En lo referente a la construcción histérica de las fantasías de seducción la autora resalta la importancia de la puesta en juego activa, por parte del sujeto, de la seducción suscitada en el otro para poner al día su deseo en una inversión reveladora: «no soy yo el que lo desea, es el otro quien me seduce». De este modo, el otro es designado como agente seductor en el seno de una escena excitante que preserva al autor de la fantasía en su inocencia y en la ignorancia de sus propios movimientos de deseo. El refuerzo del guion histérico de la seducción mantiene así la identificación pasiva y la represión de la fantasía incestuosa. En este orden de cosas, si la transformación  de la actividad en pasividad, junto con la represión, organiza la fantasía de seducción,  cuando la vía pasiva que produce esta transformación no es accesible, la fantasía «histérica» de seducción da paso a la versión «melancólica». En esta versión, la redirección hacia la propia persona garantiza la convicción de haber seducido abiertamente al padre, y no de haber sido seducida por él.

En la versión melancólica, en el lugar donde la neurosis deja abierta la pregunta de: «¿quién seduce a quién?», de lo que corresponde a uno y/o al otro, aparece una respuesta que se apoya en una creencia formulada crudamente en la culpabilidad del propio sujeto que carga con el crimen del incesto, cuya representación no es reprimida, y  que reclama repetitivamente medidas de represalia humillantes y mortíferas, e incluso la extinción de los movimientos pulsionales.  En este contexto, C. Chabert destaca cómo la fantasía: «Pegan a un niño» ocupa un lugar paradigmático en la construcción de las fantasías originarias, siendo una de las traducciones primordiales de la fantasía de seducción. Señala que en el transcurso de algunos análisis se ha topado con un defecto de represión de la segunda secuencia de la fantasía del niño maltratado, que impedía la construcción histérica de la fantasía de seducción dando lugar a la versión «melancólica». En estos casos, la escena del niño maltratado no es una construcción hecha posible por un levantamiento parcial de la represión durante el análisis, sino que se impone como una escena real: en referencia a recuerdos concretos o en escenificaciones actuales. El sacrificio y las conductas compulsivas ofrecen, entonces, un recurso para la expiación de una sexualidad marcada por el masoquismo y sus triunfos que apuntan hacia la figura materna por la prevalencia narcisista de las identificaciones.

A lo largo del siguiente capítulo titulado: «La sombra de Narciso: la reacción terapeútica negativa» se vislumbra esta misma coalescencia del narcisismo y la sexualidad  en la reacción terapeútica negativa (RTN). A través del caso clínico de Hanna, C. Chabert nos muestra el profundo objetivo que esconde la RTN: esterilizar la relación analítica, en la medida en que su fecundidad  moviliza un intenso fantasma incestuoso y narcisista que necesita de un repliegue hacia posiciones muy regresivas. La RTN suele organizarse alrededor de un núcleo negativo: un «me hacen daño», reconocible a menudo en lo experimentado en la contratransferencia a través del sufrimiento impuesto al analista. Sin embargo, cuando el análisis permite que se despejen las fantasías asociadas a la misma, la «historización» puede comenzar a producirse, así como el paso hacia otras modalidades de trabajo y amor.

De especial interés, me parece el capítulo titulado: «¿Masoquismo o melancolía?». En él, a través del caso clínico de Jeanne, la autora reflexiona sobre las relaciones y analogías entre ambas entidades partiendo de los textos freudianos. Dentro de este marco conceptual, surge la representación del «hijo muerto», despertando las resonancias que A. Green otorga al «complejo de la madre muerta». Esta representación, que puede condensar representaciones múltiples y ocupar un lugar privilegiado en el análisis, figura una fantasía mórbida de pasividad total y una extinción pulsional radical que concentra una inocencia trágica. C. Chabert  también nos muestra que el recurso activo al dolor psíquico (o moral) obedece  a las leyes del funcionamiento melancólico que, en el análisis,  sostiene la RTN tomando la forma de un dolor visible. En este contexto, la representación del «hijo muerto»,  constituiría una representación límite de la pérdida melancólica y del inimaginable exceso de la pasividad por la negación de las fuentes pulsionales y deseosas. Sería el negativo de la fantasía de retorno al vientre materno, siendo el dolor su único afecto asignable. El dolor se distingue del displacer porque implica una fractura de los límites, y se revela eminentemente narcisista por la ruptura objetal que implica. Partiendo  de esta distinción, el desvío de la mirada de la madre y la desinvestidura que traduce «la madre muerta», ausente en su presencia, constituyen fracturas cuya violencia repentina ofrece las condiciones requeridas para el surgimiento del dolor. Como dice la autora: «El  ‘no te quiero’ abre el abismo donde la justificación del ser mismo corre el riesgo de hundirse; [y] la excitación del pensamiento mantiene la ilusión de un existir por la repetición sin parar de una escena originaria». De este modo, se impone un «frenesí de la actividad del pensar» que se apodera de un exceso de ligazón que une las representaciones acarreando un aumento considerable de la excitación imposible de calmar. Por este motivo, existe después una necesidad de soltar las cadenas demasiado apretadas de las representaciones y de desfigurar y desarticular los pensamientos causando una «desobjetalización de la actividad del pensar». Es así como se acaban reuniendo las condiciones susceptibles de constituir el punto de retorno de la pulsión de muerte: como investidura libidinal del dolor intolerable que amenaza el narcisismo. De esta forma, el recurso al dolor corporal podría tratar de producir un asesinato del pensamiento y el descenso absoluto de la intensidad de la excitación, intentando desviar o borrar las representaciones insoportables. Sin embargo, y paradójicamente, el dolor también puede ofrecer la experiencia (como también le sucedió a Jeanne) de desbloquear una vía de paso, de relación y de encuentro en la construcción de un cuerpo-psique, por fin reconocible, que puede llegar a producir una abertura de sentido en un proceso de simbolización que permita la reconstrucción-reconocimiento de un yo. Pienso que, desde esta perspectiva,  también podemos comprender la propuesta de C. Chabert de que  en todo análisis se vivencia «la capacidad de sufrir en presencia del otro», constitutiva de la capacidad de lo que Winnicott denominó «la capacidad de estar solo en presencia del objeto». Paralelamente,  la autora pone en relación esta capacidad  con la de «vivir la soledad y la ausencia en presencia del otro» que, a su vez, permite reobjetalizar el pensamiento y las representaciones que lo animan: descargadas de las amenazas de usurpación e intrusión de las que inicialmente eran portadoras.

La segunda parte del libro,  englobada dentro de la temática del «Perder, Reencontrar», incluye cuatro capítulos de sumo interés que la desarrollan. A través del primero titulado: «Un lugar perdido», la autora, sirviéndose del caso de Mélie, nos muestra cómo a partir de los afectos presentes en el análisis, actualizados por y en la transferencia, el analista procede para construir y abrir paso a «los recuerdos perdidos». De esta forma, a través del paso de la presencia a la ausencia, y su reconocimiento,  el afecto se puede unir a la representación. C. Chabert parte de la base de que la interpretación surge en el espacio potencial del análisis como algo «encontrado-creado» por la pareja analítica. Pero, como también nos muestra : «La condición para utilizar la interpretación sería que ésta, orientándose hacia el objeto, sobreviva a los ataques fantasmáticos, que pudiera ser rechazada como plenamente satisfactoria, es decir, que el paciente (…) se siente capaz de atacar al otro sin por ello arriesgarse a hacerlo desaparecer». Esta posibilidad supondría no sólo el ser capaz de admitir el odio hacia el otro dentro de uno mismo, sino también el incorporar dentro del sí mismo el objeto de deseo del otro. Esto último implicaría que la ausencia no se representaría cono desaparición, sino como algo más cercano a la exclusión: «si ella [la madre] no está, es que está con él, eso no significa que haya desaparecido»- nos precisa C. Chabert. El hecho de que la ausencia pueda ser reconocida como causa del sufrimiento sería la razón por la cual el yo puede establecer vínculos entre afectos y representaciones. De este modo, a partir de la conservación de las huellas de los afectos se mantienen vivas las huellas de la memoria: «del otro-dentro-de-sí». En cambio, si el afecto queda destruido, la autora piensa que la huella y el sentido corren el riesgo de desaparecer para el sujeto y, con ellos, la posibilidad de representar y de construir una historia singular. Por otra parte, si no existe un sentido que se le otorgue a la ausencia, la interpretación carecerá de sentido y se topará con la opacidad o el dolor que le prohíbe su acceso: dolor que puede estar originalmente conectado a la impotencia del niño pequeño para dar sentido a la ausencia del objeto. Por todo ello, «el lugar perdido» es también el del analista cuando éste se vuelve intérprete porque: «en esos momentos pierde lo que encuentra».

Será en el capítulo siguiente titulado: «Fantasmas de amor», donde la autora nos muestre, a través del caso de Simón,  que lo decisivo para el cambio psíquico proviene del encuentro o reencuentro con la fantasía. Para C. Chabert: «sólo éste permite dar cobijo a acontecimientos cuyo peso de realidad es utilizado, muchas veces, para exceder el mundo interior, tapiar su acceso e impedir su integración».  Partiendo del caso de Simon, C. Chabert revisa el concepto del «miedo al derrumbe» de Winnicott. Desde su perspectiva, éste no implicaría sólo las experiencias pre-edípicas de no-existencia, de vacío o de falta de unidad del self, sino que también implicaría, al mismo tiempo, la materia viva de las fantasías originarias y, especialmente la fantasía de escena primitiva en la constitución de los orígenes. De esta forma, el «miedo al derrumbe» revela una toma de lo sexual (en relación con la sexualidad parental) como acontecimiento ya acaecido y difícil de asimilar porque despierta la desazón y la herida que supone la angustia. Sin embargo, en el momento en que  el analizando puede apropiarse de la escena convirtiéndose en autor de esa fantasía, acepta renunciar al acontecimiento y estar ausente de él.

Las resistencias al análisis serán las protagonistas del siguiente capítulo títulado: «Los hombres no quieren curarse». C. Chabert parte de la base de que, aunque «sin resistencia no hay análisis», el miedo a perder las fantasías se agazapa detrás de las resistencias  que alimentan la represión. Me parece de especial interés la recapitulación que hace la autora de la fantasía de: «Pegan a un niño» que considera como «una de las traducciones más vivas de la fantasía de seducción (…) que  escenifica las representaciones “infantiles” del masoquismo». Para ella, las diferentes fases de esta fantasía ponen de manifiesto  producciones psíquicas con diferentes estatus que permiten abandonar «una concepción general de las fantasías maciza y demasiado compacta». Desde esta concepción,  la posición pasiva sería la que permitiría al paciente aceptar los efectos del análisis y el efecto que el analista produce en él, de modo que  el cambio de lugar en el escenario fantasmático reflejaría el cambio de posición en el escenario interior. Precisamente, este cambio representaría una esperanza formidable para el analizando que, a través del análisis podría, por una parte, reconocer sus deseos y su origen pulsional y, por otra, poner en marcha el trabajo psíquico que ese reconocimiento reclama.  Sin embargo, aunque la pasividad constituya el motor de la cura, también moviliza una resistencia enorme a causa de los elementos eróticos que implica y de las representaciones mortíferas que induce, donde se entrelazan las versiones plurales de las fantasías originarias que asignan una posición pasiva al sujeto. Para C. Chabert, la resistencia en el análisis reclama de un rechazo  para apaciguarse: «El doble ‘no’ del analista, el ‘no’ a la seducción incestuosa, el ‘no’ a la demanda de acción específica, volviendo a centrar al analizando en sus propios recursos internos, permite justamente desanudar los vínculos alienantes con la fantasía». De acuerdo a la autora, el acmé del «no» y de la resistencia al análisis aparece, de nuevo,  en el fenómeno de la RTN que nos permite descubrir, más acá del “éxito” del análisis, la satisfacción de deseos incestuosos que, de golpe, se torna amenazadora al  tejerse un vínculo demasiado estrecho entre la fantasía y su cumplimiento transferencial, desencadenando la reacción violenta del  superyó. Paralelamente, la transferencia se puede experimentar también como una traición o abandono de los objetos originarios con el miedo concomitante a ser traicionado y abandonado por ellos.  Sin embargo, la RTN no hace que el analizando huya sino que, al contrario, lo ata  desmesuradamente al análisis. Por otra parte, en el empecinamiento «negativo» del analizando habría que buscar también un rechazo a ser amado que muestra el rechazo a la pasividad que, al mismo tiempo, se constituye como la esencia misma de la feminidad. Desde esta perspectiva, la idea de curación puede movilizar una lucha incesante para no curarse. De acuerdo a C. Chabert el bastión más duro de la resistencia se sitúa en el rechazo de la escena primitiva que excluye al niño de la escena. «Es lo sexual en el análisis lo que se niega, como se niega la sexualidad paterna y materna: el análisis no puede ser fecundo, debe permanecer estéril» – nos precisa. Sin embargo, el afecto permanece en la medida en que la resistencia, movilizada por el miedo a perder las fantasías, se aferra al displacer y al dolor porque constituyen la prueba manifiesta del apego indefectible a los primeros objetos de amor. De esta forma, este estado de dependencia del yo, atrapado en las redes de lo infantil, corre el grave riesgo de abolir su insumisión.

De especial relevancia me parece el apartado que C. Chabert dedica a la “perlaboración” a lo largo de este capítulo. Para ella las palabras que mejor la definen son las de: “travesía” y “paso”, que darían cuenta de la exigencia de movimiento, cuyo motor es la transferencia, como desplazamiento y apertura posible para el infatigable movimiento de la repetición. La emergencia del sentido debe entenderse como recorrido libidinal: como  un encuentro «en representaciones» en la experiencia vivida y compartida entre el analista y el analizando. El modelo ideal de «perlaboración» permite que «lo mismo» pierda su peso de repetición y adquiera su dimensión de «otra cosa», a través del descubrimiento del placer de aceptar las huellas que deja el otro/ lo otro, en uno, de otra forma que la de sus derivados mortíferos.  De este modo, la «perlaboración» permitiría que el pasado se transforme en recuerdo o en historia y que la repetición se mude en sentido o en deseo.  Conjuntamente, el dolor de transferencia, por su concentración narcisista, podría inscribirse en la dialéctica de la «perlaboración», de la que sería un paso o momento melancólico. El tiempo de la «perlaboración» comenzaría a partir de los enunciados interpretativos del analista, con sus efectos de diferenciación y separación, que posibilitan el trabajo de duelo que pone sus fuerzas al servicio de las transformaciones que abren la vía de la memoria viva frente a la memoria inmóvil. La memoria viva sería aquella que admite las inscripciones nuevas, junto a la modificación de las antiguas, confiriendo al pasado rememorado sentidos plurales y aleatorios dentro de una historia renovada. Pero va a ser la cualidad de los afectos: «la materia prima» del análisis, la que va a permitir que la «perlaboración» no se reduzca a una «elaboración» apoyada en modelos teóricos convencionales. Por este motivo, C. Chabert propone –siguiendo a P. Auglanier- que: «habría que encontrar las palabras aptas para el afecto», susceptibles de dar cuerpo a la interpretación, que permitan que persista la resonancia afectiva entre el prototipo de la experiencia vivida y la que se vive en el encuentro con el analista, para que se descubra la parte de infancia que lleva consigo. De este modo: «la tarea de la perlaboración permitiría el paso de la melancolía al duelo». Todo esto no sólo supone que la pérdida del objeto se admita, la cual es garante de la capacidad del sujeto de mantener viva en él la presencia del otro, sino que testimonia, igualmente,  la capacidad del sujeto de representarse como vivo en el pensamiento del otro. La autora piensa que es posible que sea ahí donde el momento melancólico encuentra su final y la vida la que sale vencedora.

Precisamente, del triunfo de la vida sobre la melancolía nos habla el último capítulo titulado: «La mujer que avanza», en el que la autora analiza el «cómo se deviene mujer». Parte de la base de que esta pregunta nos confronta con el concepto de identificación que comporta que el sujeto se apropie inconscientemente de un rasgo del objeto. Sin embargo, la autora nos muestra cómo este mecanismo identificatorio puede operar simétrica o recíprocamente de forma que el objeto se apropia del sujeto imponiéndole, sin este saberlo, un rasgo al que éste debe adherirse pasivamente y que debe hacer suyo. Esta doble vertiente de la apropiación es la que sale claramente a la luz en el proceso de identificación sexual en ambos sexos. La predominancia de una identificación sobre la otra sería la que produciría la repartición gradual de la bisexualidad, dando una mayor prioridad a un tipo de identificación sobre el otro,  que exigiría la renuncia (aunque sea parcial) en la elección de objeto de amor de un sexo sobre el otro. En contraposición, el mantenimiento de la bisexualidad daría cuenta del rechazo de la pérdida y de la separación, que correría paralelo con la conservación de la fantasía de retorno al vientre materno. A lo largo de este capítulo C. Chabert llega a plantearse la hipótesis de la existencia de una identificación narcisista originaria femenina. Para la autora, toda identificación, en su origen, se inscribiría en una «mala-diferenciación» (entre el yo y el objeto) que pondría de manifiesto la huella de lo materno y, por consiguiente, de lo femenino en todo individuo: niño o niña. De este modo: «el vínculo  de lo melancólico con lo maternal y lo femenino consiste  en imponer como un modelo poderoso de influencia, y de vida y de muerte, la figura de una madre que encarne un objeto nunca perdido, siempre presente por medio de la identificación narcisita». De especial interés, son los postulados de la autora en relación al Superyó. Para ella, cuanto más vivos son los deseos, tanto más severo es el superyó. Por este motivo, «la tiranía salvaje del Superyó melancólico es (…) consustancial con el impacto incestuoso del Edipo y con el mantenimiento de una bisexualidad esencialmente movilizada por la necesidad de no-separación, de permanencia de una fantasía de fusión, cuya confusión es corolario inevitable». Para la autora el «Superyó en femenino» (y no sólo el superyó de las mujeres) podría representar la forma tiránica y severa, la menos amorosa y la más intolerante y potente de la conciencia moral. Su acción devastadora afecta a los objetos más preciados como el hijo: representante de la fecundidad y creatividad. Por este motivo, que la representación del «hijo muerto» se encuentre con frecuencia en las curas de mujeres da cuenta del efecto de una retaliación implacable, impuesta por la madre, que prohíbe a la hija ocupar su lugar de madre. Al mismo tiempo,  aunque las conductas de sacrificio ordenadas por el «Superyó en femenino» tienen como primer objetivo al yo del sujeto,  su fin último consistiría en preservar al objeto materno. Sin embargo, en «La mujer que avanza» el «padre libidinal» no sólo ocupa un lugar central en la seducción, sino que mantiene sobre la hija una mirada amorosa susceptible de ir neutralizando los efectos constringentes y/o devastadores de una figura materna arcaica. De este modo, el desplazamiento «logrado» de la madre al padre permitirá desplazamientos futuros y el comienzo del declive del complejo de Edipo. Esto es lo que para la autora representa la figura de Gradiva: la mujer que camina, la mujer que avanza abandonando las huellas de su apego melancólico a su madre muerta, para dar rienda suelta a su placer de vivir.

De acuerdo a todo lo expuesto, pienso que este libro de Chabert, pese a su complejidad, muestra  formidablemente  no sólo el modo  en que, para la autora, se origina lo «femenino melancólico» en todo sujeto, sino también: sus adherencias, sus avatares y las transformaciones que le permiten liberarlo de la compulsión a la repetición, ligada a una imago materna arcaica, para seguir avanzando y progresando. Por este motivo, este libro no sólo habla de la muerte propia de la melancolía, sino también de lo vivo que se opone a ella y que se refleja en la recaída en el amor y en la renovación que éste impone como salida a la repetición.  Renovación en y por el amor que permite que «la mujer que avanza», identificada con una Zoé-Gradiva huérfana y malquerida, pueda  decir,  haciéndose eco de la voz de la autora: «Mira, todo esto significa solamente que me quieres».

Fdo:© Mercedes Puchol Martinez (2008)

APM- Biblioteca Nueva, Madrid, 2008

La violencia sobre las mujeres

Presentación del libro: La violencia sobre las mujeres

En primer lugar quisiera agradecer a la Asociación Análisis Freudiano y a los autores de este libro el que me hayan dado la oportunidad de participar en la presentación de: La violencia sobre las mujeres.

De entrada, he de decir que el encuentro con este libro ha supuesto para mí una «una sorpresa y un hallazgo». «Sorpresa» porque me ha parecido admirable la capacidad de los autores para poder plantear y formular de forma clara y sencilla complejos pensamientos y conceptos de Freud y Lacan (de quienes son herederos y continuadores), junto con los suyos propios. Y «hallazgo» porque pienso que este libro expone y plantea desde tres vértices: el teórico, el clínico y el social, importantes e interesantes cuestiones para abordar el tema que hoy nos convoca: «La violencia sobre las mujeres».

Reseña Mercedes Puchol del libro La violencia sobre las mujeresEn las palabras preliminares del libro Roque Hernández, Marian Lora y Margarita Moreno parten de una aseveración valiente y contundente en relación con la Ley Integral contra la Violencia de Género que fue aprobada en España en fecha relativamente reciente:

«La voz de las mujeres implicadas sigue siendo silenciada en medio de un discurso que, pretendiendo defenderlas, al reducirlas exclusivamente al estatuto de víctimas les niega lo mismo que la situación de maltrato: su calidad de sujetos que puedan interactuar en su destino».

Este libro, por tanto, trata de dar respuesta a un importante reto que, en palabras de estos autores, consistiría en:

«Conjugar el compromiso encaminado a conseguir condiciones objetivas de igualdad en importantes ámbitos de la vida social, junto con la incuestionable legitimidad de la denuncia que sufre la ‘víctima’ y los intentos de darle protección, con el reconocimiento de su condición de sujeto en relación con aquello que le ocurre».

Y es que, en mi criterio, uno de los valores importantes de este libro es la invitación que hace a todos los actores implicados en la problemática del maltrato (incluidos los profesionales de la salud mental) a adueñarnos de nuestra subjetividad y de nuestro propio deseo inconsciente, y a abrirnos a una escucha que privilegie la singularidad. Escucha que, en mi opinión, se opondría al intento de taponar «la falta» a través de teorizaciones o ideologías que puedan llegar a funcionar al modo de unos «lechos de Procusto».

Desde esta perspectiva, y dado que dispongo de un tiempo limitado para mi exposición, voy a tratar de privilegiar desde mi escucha personal, algunos de los aspectos que me han parecido de especial relevancia para el abordaje de esta problemática, dejando inevitablemente en sombra otros que, pese a su riqueza, me es imposible mencionar en este breve lapso de tiempo. Tendrá que ser entonces el lector quien, invitado también a aportar su propia y singular escucha, los descubra y encuentre por sí mismo.

Desde mi lectura personal este libro se me ha representado como una polifonía de voces que, desde un vértice de pensamiento común heredero de Freud y Lacan, tratan de interrogarse sobre el sentido de la violencia sobre la mujer proponiendo aperturas que aporten una luz al «continente negro del maltrato».

Los autores nos muestran a través del conjunto de sus artículos las diferentes figuras y rostros de la violencia. Esta se encarna en historias individuales e intersubjetivas como la que relata y analiza Bernard Brémond: una historia que, «Como anillo al dedo», nos muestra el fanatismo de la pasión asesina por la verdad que arrastra a los sujetos hacia el paso del fantasma al acto irreparable.

También la violencia puede prender en la mirada a través de la imagen de «ese oscuro objeto de la publicidad», en el que se adentra Jorge Camón y cuyo recorrido nos ilumina mostrándonos que: «publicitar un producto -y venderlo- eleva a los objetos incluidas, en especial, las mujeres a la dignidad de Mercancía (…) Y sobre una violencia que él denomina ontológica [de la que nos expone claros ejemplos] se superponen las otras formas más o menos físicas de maltrato, que se manifiestan en diversos contenidos visuales».

También este autor nos advierte de cómo en la sociedad actual hay un deslizamiento por el cual «educar en igualdad» se identifica con «borrar las diferencias». Sin embargo, coexistiendo junto a lo que me atrevería a denominar como una especie de imperativo categórico de orden social que exhorta a «borrar las diferencias», también nos encontramos con el intento de establecer, por parte de los hombres y ante la muda irritación de las mujeres, «una disimetría no de la diferencia sino de la desigualdad» a través del maltrato que se enmascara en el ropaje de lo cómico, del humor y especialmente del chiste – tal y como nos lo muestra Marian Lora en su artículo «El chiste y su relación con el maltrato». Marian Lora nos revela, a través de sagaces ejemplos, cómo el chiste tendencioso puede funcionar (desde el trastocamiento perverso de su virtud original) como instrumento manipulador y arma del maltrato, al colocar a la mujer como objeto propiedad del otro al tiempo que, muchas de ellas lo toman por cierto, al posicionarse también ellas mismas en el lugar de objeto que falta para el Otro. Y de esta paradoja que recorre nuestra sociedad actual en el intento de borrar las diferencias al tiempo que se establece una disimetría de la desigualdad, María-Cruz Estada se hace eco en su artículo «Clínica de la bella y la bestia» tratando de pensar la aparente contradicción.

En este artículo, que está recorrido por valiosas aportaciones de gran utilidad para la clínica del maltrato, la autora sugiere que si desde el exterior se exige que desaparezca la violencia sin ofrecer vías de simbolización o sublimación alternativas, se puede estar inconscientemente colaborando (tal y como podemos hacerlo los propios profesionales) a que el ideal del yo se deslice hacia el superyó ,aliándonos con el aspecto sádico del mismo, si cuando lo que es algo del orden del ideal de bienestar se convierte en una obligación o se imponen soluciones que no pasan por la subjetividad del paciente. ¿Y acaso el intento de borrar las diferencias desde lo social no sería una nueva forma de violencia?- me preguntaría yo. De la misma manera, María-Cruz Estada nos muestra que si reducimos a la mujer al estatuto de culpable o de última responsable, u otorgamos o nos aliamos con la representación alienante que le da a la mujer el estatuto de víctima (representación a la que muchas mujeres se aferran en su búsqueda de una identidad) podemos ser los primeros en negarles una escucha que les reconozca en su singularidad y subjetividad, en una falsa salida para eludir la complejidad del pensamiento.

A lo largo del libro también la violencia va a poder ser visualizada y simbolizada a través del arte cinematográfico, como en la película «Te doy mis ojos», y ser objeto de reflexión a través de una historia de ficción. Gracias a las interesantes reflexiones de dos mujeres sobre esta película el lector puede disfrutar de dos hermosos trabajos que, desde el ámbito del psicoanálisis aplicado, también nos aportan una valiosa guía para navegantes en la clínica del maltrato. En el primero de los artículos Catherine Delarue nos muestra cómo la mujer golpeada al callarse (como hace la protagonista de la película) echa un manto sobre lo escandaloso de su deseo inconsciente, al tiempo que se somete a la orden materna de guardar silencio. En este contexto la autora hace en, mi criterio, una aseveración de importantes alcances clínicos. Dice así:

«Quizás una mujer golpeada por su compañero deba librarse de su enganche con el goce materno antes de poder dejar a quien la maltrata (…) Cualquier tentación de apartarla sin tener en cuenta esto, está condenada al fracaso».

Dentro de una línea interpretativa común y complementaria, Eva Van Morlegan nos muestra cómo el deseo de la madre alude al superyó materno en tanto ley incontrolada que produce estragos. Desde esta perspectiva, la entrega de los ojos supone quedar alineado en el deseo del otro (materno por excelencia). Sin embargo, Eva Van Morlegan nos va a mostrar la salida de esta alienación que tiene lugar cuando la mujer maltratada (como la Pilar de la película) rompe el círculo perverso gracias a poder visualizar el lugar de sometimiento que ella ocupaba.

Conjuntamente, y desde el compromiso de todos estos analistas con el discurso no sólo individual sino también social, este libro está recorrido por numerosos ejemplos de violencia social como pueden ser: los crímenes colectivos de ciudad Juárez o el mito fundacional de la tribu de los baruya de Nueva Guinea que estudia en profundidad Adriana Flórez, o la moderna «tournante» o rotadora» que representa el rostro actual de la violencia de las bandas juveniles en su intento fracasado de establecer una ley grupal- tal y como lo analiza Robert Lévy. Desde esta perspectiva, Robert Lévy nos muestra con agudeza, no sólo la actualidad de la violencia contra las mujeres sino también «la inactualidad de una violencia» que se ha instalado desde la noche de los tiempos. Y desde esa noche oscura ancestral las mujeres han representado y continúan representando «la heterogeneidad absoluta y la diferencia por excelencia»- como nos dice Robert Lévy. De esta forma -continúa diciendo-: «el hombre no permite que la mujer tenga algo de un goce que él nunca llegará a conocer», puesto que «la mujer no se somete por completo a la cuestión paterna, sino que algo escapa en ella a la castración».

En continuidad con este pensamiento, Adriana Flórez profundiza a través de su artículo en los motivos de la violencia sobre la mujer. Ella nos dice que «la violencia contra las mujeres podría explicarse, entre otras cosas, precisamente en la medida en que representan aquello que no se puede simbolizar, con lo cual, su absorción dentro de un discurso es imposible». De esta forma, nos recuerda que al representar las mujeres un goce que escapa al universal de la ley se asocian con aquel padre de la horda al que en su día hubo que asesinar para instaurar el lazo entre hermanos, hasta el punto de que pueda llegar a resultar legible -en palabras de esta autora- «que la violencia contra el cuerpo de la mujer pueda hacer ley». Ley que, añadiría yo, no representaría sino el fracaso de la propia ley en la medida en que -como dice Adriana Flórez- : estamos frente a un nuevo amo que no se ha simbolizado» y que «representaría -en palabras de Robert Levy- ese goce otro que se le escapó al padre de la horda por culpa del cual sigue existiendo la violencia de sus hijos en contra de la mujer y no del padre muerto».

Pero el cuerpo de la mujer no sólo se presenta como el espacio del placer o la perdición, sino también como un terreno fértil para los discursos como nos lo muestra con maestría Helí Morales en su erudito artículo «Cuerpo de mujer: discursos y enigma». Este autor nos invita a hacer un recorrido por la historia desde la Antigua Grecia, a través del que podemos vislumbrar cómo la sexualidad se ha concebido a lo largo de la misma a partir de un solo modelo: el del hombre (incluida la constitución corporal de las mujeres). Y, desde esta perspectiva, pienso que este patrón masculino que coloniza la historia de los discursos lo podríamos vislumbrar como el ejemplo y el efecto de una civilización o cultura falocéntrica – a la que también se refería María Cruz-Estada- que asentaría sus bases sobre la teoría sexual infantil de la primacía del falo como premisa universal. Y en esa mirada del niño, que ha imperado en nuestra civilización desde sus orígenes, la diferencia de los sexos no es representada como tal, sino que es percibida como una desigualdad que coloca a la mujer en una posición de inferioridad respecto al hombre que se supone que posee aquello que a la mujer le falta (posición de inferioridad, sumisión y dependencia con la que muchas mujeres también se han identificado y se siguen identificando aun en la actualidad).

Sin embargo, Helí Morales nos recuerda que Freud en «Tres Ensayos» propone que «la posibilidad de la niña de advenir mujer reside en que se desplace la zona erótica dominante del clítoris a la vagina, desplazamiento que implicaría una represión de su dimensión masculina «. «Devenir mujer para Freud -nos dice Helí Morales- es dejar de sentir sexualmente como hombre» Y este autor termina su artículo con una interesante reflexión: «Será menester problematizar la posibilidad de la existencia de dos modalidades de goce: uno que se refiera a la posición de mujer y otro que tenga que ver con la posición del hombre».

Y…partiendo de esta reflexión de Helí Morales yo me animaría a lanzar algunas preguntas:

¿Qué relación podría guardar el goce femenino con el masoquismo erógeno primario postulado por Freud? ¿Podríamos hablar de unos orígenes femeninos de la sexualidad?

Si, como nos muestran los autores de este libro «hay algo en la mujer que escapa a la castración… ¿podemos también pensar que «aquello que escapa a la castración» tiene relación con un lugar y/o significante femenino caracterizado por su interioridad? ¿Habría podido quedar entonces ensombrecido el significante femenino por la órbita fálica de la teorización sexual infantil? De hecho Freud en los «Tres Ensayos», haciendo referencia a la representación de la madre mencionaba a la «cavidad que recibe el pene» (la aufnimmit), y correlacionaba el destino de la sexualidad femenina con la «Annahme o Aufnahme», que no sólo estaría vinculada a la admisión o recepción de una representación reprimida, sino que también estaría referida a la operación ligada a la sexualidad femenina: receptora por antonomasia.

Desde esta perspectiva, podríamos también preguntarnos: ¿Qué temores podría suscitar el significante femenino representado por «el continente negro» con el que Freud encuentra un tope -como comenzaba mencionándonoslo Bernard Brémond en su artículo «Como anillo al dedo»?

Eva Van Morlegan, refiriéndose al deseo de la madre también nos recordaba una genial frase de Lacan:

«El deseo de la madre (…) siempre produce estragos. Es estar dentro de la boca de un cocodrilo, eso es la madre».

Inevitablemente, esta brillante metáfora de la madre convocó en mi mente el fantasma de la vagina dentada (que pudiera representar el cocodrilo) también constitutivo de las teorías sexuales infantiles. ¿Podría éste también ser un fantasma perteneciente a la civilización minoico-micénica (a la que aludía Freud refiriéndose al lazo prehistórico que unía a la niña y a su madre) que pueda ocultarse tras la representación de la mujer como solo castrada. ¿Remitiría entonces el «continente negro» con el que Freud encontró un tope al lazo originario con la madre cuyo deseo -como apunta Lacan- siempre produce estragos? ¿Podríamos poner en relación el rechazo y la angustia frente a lo femenino con el deseo estragante de la madre y con el modo en que se ha elaborado lo materno femenino originario común a ambos sexos?

Preguntas todas ellas que, junto con otras que me es imposible exponer por falta de tiempo, dan cuenta de lo estimulante y vivo del pensamiento de los autores del libro, que invita a los lectores a continuar pensando y repensando este fascinante -aunque complejo- tema.

Y, por último, sólo me queda agradecer a los autores su valentía y el aporte generoso de su pensamiento para abordar, pensar y proponer aperturas en este complejo tema de «La violencia sobre las mujeres» donde -como dice Jorge Camón- :

Frente al círculo de la violencia sin fin, en el que los extremos se tocan, las líneas paralelas se cruzan y encuentran en el infinito.

Fdo:© Mercedes Puchol Martinez (2012)

-La presentación del libro tuvo lugar en la sede del Colegio Oficial de Psicólogos de Madrid el día 10 de octubre del 2011.

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