Femenino Melancólico de Catherine Chabert
La obra Femenino Melancólico de C. Chabert editada dentro de la colección APM-Biblioteca Nueva es un libro de referencia para la comprensión y profundización de un tema apasionante que se erige como el núcleo común, presente en ambos sexos, que determina el devenir individual y, esencialmente, el devenir sexual: «lo femenino melancólico». En su introducción, la autora nos muestra cómo la experiencia inefable de lo femenino se sitúa en el corazón del análisis en la medida en que la acción de la transferencia moviliza la pasividad por su solicitación excitante, constituyendo esta experiencia la materia misma del proceso analítico.
El libro se divide en dos partes fundamentales que la autora engloba en dos apartados: «Las vías interiores» y «Perder, Reencontrar». Cada uno de ellos está compuesto de varios capítulos que van desarrollando ambas temáticas. En el primer capítulo titulado: «La pasividad», C. Chabert analiza esta temática partiendo de la base de que la escena primitiva produce en el niño intensos sentimientos de exclusión, impotencia y desamparo que sostienen la postura pasiva-manifiesta-, mientras que en el interior domina la excitación sexual. En esta situación la angustia surge para apagar la excitación, y se crean las fantasías de seducción que implican la representación pasiva del sujeto en la escena (que, a su vez, disfraza el autoerotismo de la sexualidad infantil). Desde esta perspectiva, la representación de la escena de seducción garantiza al sujeto un dominio potencial de una excitación que amenaza con desorganizarse, tarea que, al mismo tiempo, sólo es realizable con la condición de que la pasividad inherente al estado de excitación (excitarse por…), como reacción hacia el otro, pueda ser reconocida.
A la autora, lo que le interesa de las fantasías originarias no es sólo el contenido de las escenas y sus engranajes singulares, sino la tarea del aparato psíquico en el tratamiento de la excitación y en la constitución de la realidad psíquica a través del modo en que éstas se van organizando. Desde su punto de vista, la presencia de estas fantasías convoca, con independencia de su modo de transmisión, un conjunto de relaciones entre representaciones y afectos. En lo referente a la construcción histérica de las fantasías de seducción la autora resalta la importancia de la puesta en juego activa, por parte del sujeto, de la seducción suscitada en el otro para poner al día su deseo en una inversión reveladora: «no soy yo el que lo desea, es el otro quien me seduce». De este modo, el otro es designado como agente seductor en el seno de una escena excitante que preserva al autor de la fantasía en su inocencia y en la ignorancia de sus propios movimientos de deseo. El refuerzo del guion histérico de la seducción mantiene así la identificación pasiva y la represión de la fantasía incestuosa. En este orden de cosas, si la transformación de la actividad en pasividad, junto con la represión, organiza la fantasía de seducción, cuando la vía pasiva que produce esta transformación no es accesible, la fantasía «histérica» de seducción da paso a la versión «melancólica». En esta versión, la redirección hacia la propia persona garantiza la convicción de haber seducido abiertamente al padre, y no de haber sido seducida por él.
En la versión melancólica, en el lugar donde la neurosis deja abierta la pregunta de: «¿quién seduce a quién?», de lo que corresponde a uno y/o al otro, aparece una respuesta que se apoya en una creencia formulada crudamente en la culpabilidad del propio sujeto que carga con el crimen del incesto, cuya representación no es reprimida, y que reclama repetitivamente medidas de represalia humillantes y mortíferas, e incluso la extinción de los movimientos pulsionales. En este contexto, C. Chabert destaca cómo la fantasía: «Pegan a un niño» ocupa un lugar paradigmático en la construcción de las fantasías originarias, siendo una de las traducciones primordiales de la fantasía de seducción. Señala que en el transcurso de algunos análisis se ha topado con un defecto de represión de la segunda secuencia de la fantasía del niño maltratado, que impedía la construcción histérica de la fantasía de seducción dando lugar a la versión «melancólica». En estos casos, la escena del niño maltratado no es una construcción hecha posible por un levantamiento parcial de la represión durante el análisis, sino que se impone como una escena real: en referencia a recuerdos concretos o en escenificaciones actuales. El sacrificio y las conductas compulsivas ofrecen, entonces, un recurso para la expiación de una sexualidad marcada por el masoquismo y sus triunfos que apuntan hacia la figura materna por la prevalencia narcisista de las identificaciones.
A lo largo del siguiente capítulo titulado: «La sombra de Narciso: la reacción terapeútica negativa» se vislumbra esta misma coalescencia del narcisismo y la sexualidad en la reacción terapeútica negativa (RTN). A través del caso clínico de Hanna, C. Chabert nos muestra el profundo objetivo que esconde la RTN: esterilizar la relación analítica, en la medida en que su fecundidad moviliza un intenso fantasma incestuoso y narcisista que necesita de un repliegue hacia posiciones muy regresivas. La RTN suele organizarse alrededor de un núcleo negativo: un «me hacen daño», reconocible a menudo en lo experimentado en la contratransferencia a través del sufrimiento impuesto al analista. Sin embargo, cuando el análisis permite que se despejen las fantasías asociadas a la misma, la «historización» puede comenzar a producirse, así como el paso hacia otras modalidades de trabajo y amor.
De especial interés, me parece el capítulo titulado: «¿Masoquismo o melancolía?». En él, a través del caso clínico de Jeanne, la autora reflexiona sobre las relaciones y analogías entre ambas entidades partiendo de los textos freudianos. Dentro de este marco conceptual, surge la representación del «hijo muerto», despertando las resonancias que A. Green otorga al «complejo de la madre muerta». Esta representación, que puede condensar representaciones múltiples y ocupar un lugar privilegiado en el análisis, figura una fantasía mórbida de pasividad total y una extinción pulsional radical que concentra una inocencia trágica. C. Chabert también nos muestra que el recurso activo al dolor psíquico (o moral) obedece a las leyes del funcionamiento melancólico que, en el análisis, sostiene la RTN tomando la forma de un dolor visible. En este contexto, la representación del «hijo muerto», constituiría una representación límite de la pérdida melancólica y del inimaginable exceso de la pasividad por la negación de las fuentes pulsionales y deseosas. Sería el negativo de la fantasía de retorno al vientre materno, siendo el dolor su único afecto asignable. El dolor se distingue del displacer porque implica una fractura de los límites, y se revela eminentemente narcisista por la ruptura objetal que implica. Partiendo de esta distinción, el desvío de la mirada de la madre y la desinvestidura que traduce «la madre muerta», ausente en su presencia, constituyen fracturas cuya violencia repentina ofrece las condiciones requeridas para el surgimiento del dolor. Como dice la autora: «El ‘no te quiero’ abre el abismo donde la justificación del ser mismo corre el riesgo de hundirse; [y] la excitación del pensamiento mantiene la ilusión de un existir por la repetición sin parar de una escena originaria». De este modo, se impone un «frenesí de la actividad del pensar» que se apodera de un exceso de ligazón que une las representaciones acarreando un aumento considerable de la excitación imposible de calmar. Por este motivo, existe después una necesidad de soltar las cadenas demasiado apretadas de las representaciones y de desfigurar y desarticular los pensamientos causando una «desobjetalización de la actividad del pensar». Es así como se acaban reuniendo las condiciones susceptibles de constituir el punto de retorno de la pulsión de muerte: como investidura libidinal del dolor intolerable que amenaza el narcisismo. De esta forma, el recurso al dolor corporal podría tratar de producir un asesinato del pensamiento y el descenso absoluto de la intensidad de la excitación, intentando desviar o borrar las representaciones insoportables. Sin embargo, y paradójicamente, el dolor también puede ofrecer la experiencia (como también le sucedió a Jeanne) de desbloquear una vía de paso, de relación y de encuentro en la construcción de un cuerpo-psique, por fin reconocible, que puede llegar a producir una abertura de sentido en un proceso de simbolización que permita la reconstrucción-reconocimiento de un yo. Pienso que, desde esta perspectiva, también podemos comprender la propuesta de C. Chabert de que en todo análisis se vivencia «la capacidad de sufrir en presencia del otro», constitutiva de la capacidad de lo que Winnicott denominó «la capacidad de estar solo en presencia del objeto». Paralelamente, la autora pone en relación esta capacidad con la de «vivir la soledad y la ausencia en presencia del otro» que, a su vez, permite reobjetalizar el pensamiento y las representaciones que lo animan: descargadas de las amenazas de usurpación e intrusión de las que inicialmente eran portadoras.
La segunda parte del libro, englobada dentro de la temática del «Perder, Reencontrar», incluye cuatro capítulos de sumo interés que la desarrollan. A través del primero titulado: «Un lugar perdido», la autora, sirviéndose del caso de Mélie, nos muestra cómo a partir de los afectos presentes en el análisis, actualizados por y en la transferencia, el analista procede para construir y abrir paso a «los recuerdos perdidos». De esta forma, a través del paso de la presencia a la ausencia, y su reconocimiento, el afecto se puede unir a la representación. C. Chabert parte de la base de que la interpretación surge en el espacio potencial del análisis como algo «encontrado-creado» por la pareja analítica. Pero, como también nos muestra : «La condición para utilizar la interpretación sería que ésta, orientándose hacia el objeto, sobreviva a los ataques fantasmáticos, que pudiera ser rechazada como plenamente satisfactoria, es decir, que el paciente (…) se siente capaz de atacar al otro sin por ello arriesgarse a hacerlo desaparecer». Esta posibilidad supondría no sólo el ser capaz de admitir el odio hacia el otro dentro de uno mismo, sino también el incorporar dentro del sí mismo el objeto de deseo del otro. Esto último implicaría que la ausencia no se representaría cono desaparición, sino como algo más cercano a la exclusión: «si ella [la madre] no está, es que está con él, eso no significa que haya desaparecido»- nos precisa C. Chabert. El hecho de que la ausencia pueda ser reconocida como causa del sufrimiento sería la razón por la cual el yo puede establecer vínculos entre afectos y representaciones. De este modo, a partir de la conservación de las huellas de los afectos se mantienen vivas las huellas de la memoria: «del otro-dentro-de-sí». En cambio, si el afecto queda destruido, la autora piensa que la huella y el sentido corren el riesgo de desaparecer para el sujeto y, con ellos, la posibilidad de representar y de construir una historia singular. Por otra parte, si no existe un sentido que se le otorgue a la ausencia, la interpretación carecerá de sentido y se topará con la opacidad o el dolor que le prohíbe su acceso: dolor que puede estar originalmente conectado a la impotencia del niño pequeño para dar sentido a la ausencia del objeto. Por todo ello, «el lugar perdido» es también el del analista cuando éste se vuelve intérprete porque: «en esos momentos pierde lo que encuentra».
Será en el capítulo siguiente titulado: «Fantasmas de amor», donde la autora nos muestre, a través del caso de Simón, que lo decisivo para el cambio psíquico proviene del encuentro o reencuentro con la fantasía. Para C. Chabert: «sólo éste permite dar cobijo a acontecimientos cuyo peso de realidad es utilizado, muchas veces, para exceder el mundo interior, tapiar su acceso e impedir su integración». Partiendo del caso de Simon, C. Chabert revisa el concepto del «miedo al derrumbe» de Winnicott. Desde su perspectiva, éste no implicaría sólo las experiencias pre-edípicas de no-existencia, de vacío o de falta de unidad del self, sino que también implicaría, al mismo tiempo, la materia viva de las fantasías originarias y, especialmente la fantasía de escena primitiva en la constitución de los orígenes. De esta forma, el «miedo al derrumbe» revela una toma de lo sexual (en relación con la sexualidad parental) como acontecimiento ya acaecido y difícil de asimilar porque despierta la desazón y la herida que supone la angustia. Sin embargo, en el momento en que el analizando puede apropiarse de la escena convirtiéndose en autor de esa fantasía, acepta renunciar al acontecimiento y estar ausente de él.
Las resistencias al análisis serán las protagonistas del siguiente capítulo títulado: «Los hombres no quieren curarse». C. Chabert parte de la base de que, aunque «sin resistencia no hay análisis», el miedo a perder las fantasías se agazapa detrás de las resistencias que alimentan la represión. Me parece de especial interés la recapitulación que hace la autora de la fantasía de: «Pegan a un niño» que considera como «una de las traducciones más vivas de la fantasía de seducción (…) que escenifica las representaciones “infantiles” del masoquismo». Para ella, las diferentes fases de esta fantasía ponen de manifiesto producciones psíquicas con diferentes estatus que permiten abandonar «una concepción general de las fantasías maciza y demasiado compacta». Desde esta concepción, la posición pasiva sería la que permitiría al paciente aceptar los efectos del análisis y el efecto que el analista produce en él, de modo que el cambio de lugar en el escenario fantasmático reflejaría el cambio de posición en el escenario interior. Precisamente, este cambio representaría una esperanza formidable para el analizando que, a través del análisis podría, por una parte, reconocer sus deseos y su origen pulsional y, por otra, poner en marcha el trabajo psíquico que ese reconocimiento reclama. Sin embargo, aunque la pasividad constituya el motor de la cura, también moviliza una resistencia enorme a causa de los elementos eróticos que implica y de las representaciones mortíferas que induce, donde se entrelazan las versiones plurales de las fantasías originarias que asignan una posición pasiva al sujeto. Para C. Chabert, la resistencia en el análisis reclama de un rechazo para apaciguarse: «El doble ‘no’ del analista, el ‘no’ a la seducción incestuosa, el ‘no’ a la demanda de acción específica, volviendo a centrar al analizando en sus propios recursos internos, permite justamente desanudar los vínculos alienantes con la fantasía». De acuerdo a la autora, el acmé del «no» y de la resistencia al análisis aparece, de nuevo, en el fenómeno de la RTN que nos permite descubrir, más acá del “éxito” del análisis, la satisfacción de deseos incestuosos que, de golpe, se torna amenazadora al tejerse un vínculo demasiado estrecho entre la fantasía y su cumplimiento transferencial, desencadenando la reacción violenta del superyó. Paralelamente, la transferencia se puede experimentar también como una traición o abandono de los objetos originarios con el miedo concomitante a ser traicionado y abandonado por ellos. Sin embargo, la RTN no hace que el analizando huya sino que, al contrario, lo ata desmesuradamente al análisis. Por otra parte, en el empecinamiento «negativo» del analizando habría que buscar también un rechazo a ser amado que muestra el rechazo a la pasividad que, al mismo tiempo, se constituye como la esencia misma de la feminidad. Desde esta perspectiva, la idea de curación puede movilizar una lucha incesante para no curarse. De acuerdo a C. Chabert el bastión más duro de la resistencia se sitúa en el rechazo de la escena primitiva que excluye al niño de la escena. «Es lo sexual en el análisis lo que se niega, como se niega la sexualidad paterna y materna: el análisis no puede ser fecundo, debe permanecer estéril» – nos precisa. Sin embargo, el afecto permanece en la medida en que la resistencia, movilizada por el miedo a perder las fantasías, se aferra al displacer y al dolor porque constituyen la prueba manifiesta del apego indefectible a los primeros objetos de amor. De esta forma, este estado de dependencia del yo, atrapado en las redes de lo infantil, corre el grave riesgo de abolir su insumisión.
De especial relevancia me parece el apartado que C. Chabert dedica a la “perlaboración” a lo largo de este capítulo. Para ella las palabras que mejor la definen son las de: “travesía” y “paso”, que darían cuenta de la exigencia de movimiento, cuyo motor es la transferencia, como desplazamiento y apertura posible para el infatigable movimiento de la repetición. La emergencia del sentido debe entenderse como recorrido libidinal: como un encuentro «en representaciones» en la experiencia vivida y compartida entre el analista y el analizando. El modelo ideal de «perlaboración» permite que «lo mismo» pierda su peso de repetición y adquiera su dimensión de «otra cosa», a través del descubrimiento del placer de aceptar las huellas que deja el otro/ lo otro, en uno, de otra forma que la de sus derivados mortíferos. De este modo, la «perlaboración» permitiría que el pasado se transforme en recuerdo o en historia y que la repetición se mude en sentido o en deseo. Conjuntamente, el dolor de transferencia, por su concentración narcisista, podría inscribirse en la dialéctica de la «perlaboración», de la que sería un paso o momento melancólico. El tiempo de la «perlaboración» comenzaría a partir de los enunciados interpretativos del analista, con sus efectos de diferenciación y separación, que posibilitan el trabajo de duelo que pone sus fuerzas al servicio de las transformaciones que abren la vía de la memoria viva frente a la memoria inmóvil. La memoria viva sería aquella que admite las inscripciones nuevas, junto a la modificación de las antiguas, confiriendo al pasado rememorado sentidos plurales y aleatorios dentro de una historia renovada. Pero va a ser la cualidad de los afectos: «la materia prima» del análisis, la que va a permitir que la «perlaboración» no se reduzca a una «elaboración» apoyada en modelos teóricos convencionales. Por este motivo, C. Chabert propone –siguiendo a P. Auglanier- que: «habría que encontrar las palabras aptas para el afecto», susceptibles de dar cuerpo a la interpretación, que permitan que persista la resonancia afectiva entre el prototipo de la experiencia vivida y la que se vive en el encuentro con el analista, para que se descubra la parte de infancia que lleva consigo. De este modo: «la tarea de la perlaboración permitiría el paso de la melancolía al duelo». Todo esto no sólo supone que la pérdida del objeto se admita, la cual es garante de la capacidad del sujeto de mantener viva en él la presencia del otro, sino que testimonia, igualmente, la capacidad del sujeto de representarse como vivo en el pensamiento del otro. La autora piensa que es posible que sea ahí donde el momento melancólico encuentra su final y la vida la que sale vencedora.
Precisamente, del triunfo de la vida sobre la melancolía nos habla el último capítulo titulado: «La mujer que avanza», en el que la autora analiza el «cómo se deviene mujer». Parte de la base de que esta pregunta nos confronta con el concepto de identificación que comporta que el sujeto se apropie inconscientemente de un rasgo del objeto. Sin embargo, la autora nos muestra cómo este mecanismo identificatorio puede operar simétrica o recíprocamente de forma que el objeto se apropia del sujeto imponiéndole, sin este saberlo, un rasgo al que éste debe adherirse pasivamente y que debe hacer suyo. Esta doble vertiente de la apropiación es la que sale claramente a la luz en el proceso de identificación sexual en ambos sexos. La predominancia de una identificación sobre la otra sería la que produciría la repartición gradual de la bisexualidad, dando una mayor prioridad a un tipo de identificación sobre el otro, que exigiría la renuncia (aunque sea parcial) en la elección de objeto de amor de un sexo sobre el otro. En contraposición, el mantenimiento de la bisexualidad daría cuenta del rechazo de la pérdida y de la separación, que correría paralelo con la conservación de la fantasía de retorno al vientre materno. A lo largo de este capítulo C. Chabert llega a plantearse la hipótesis de la existencia de una identificación narcisista originaria femenina. Para la autora, toda identificación, en su origen, se inscribiría en una «mala-diferenciación» (entre el yo y el objeto) que pondría de manifiesto la huella de lo materno y, por consiguiente, de lo femenino en todo individuo: niño o niña. De este modo: «el vínculo de lo melancólico con lo maternal y lo femenino consiste en imponer como un modelo poderoso de influencia, y de vida y de muerte, la figura de una madre que encarne un objeto nunca perdido, siempre presente por medio de la identificación narcisita». De especial interés, son los postulados de la autora en relación al Superyó. Para ella, cuanto más vivos son los deseos, tanto más severo es el superyó. Por este motivo, «la tiranía salvaje del Superyó melancólico es (…) consustancial con el impacto incestuoso del Edipo y con el mantenimiento de una bisexualidad esencialmente movilizada por la necesidad de no-separación, de permanencia de una fantasía de fusión, cuya confusión es corolario inevitable». Para la autora el «Superyó en femenino» (y no sólo el superyó de las mujeres) podría representar la forma tiránica y severa, la menos amorosa y la más intolerante y potente de la conciencia moral. Su acción devastadora afecta a los objetos más preciados como el hijo: representante de la fecundidad y creatividad. Por este motivo, que la representación del «hijo muerto» se encuentre con frecuencia en las curas de mujeres da cuenta del efecto de una retaliación implacable, impuesta por la madre, que prohíbe a la hija ocupar su lugar de madre. Al mismo tiempo, aunque las conductas de sacrificio ordenadas por el «Superyó en femenino» tienen como primer objetivo al yo del sujeto, su fin último consistiría en preservar al objeto materno. Sin embargo, en «La mujer que avanza» el «padre libidinal» no sólo ocupa un lugar central en la seducción, sino que mantiene sobre la hija una mirada amorosa susceptible de ir neutralizando los efectos constringentes y/o devastadores de una figura materna arcaica. De este modo, el desplazamiento «logrado» de la madre al padre permitirá desplazamientos futuros y el comienzo del declive del complejo de Edipo. Esto es lo que para la autora representa la figura de Gradiva: la mujer que camina, la mujer que avanza abandonando las huellas de su apego melancólico a su madre muerta, para dar rienda suelta a su placer de vivir.
De acuerdo a todo lo expuesto, pienso que este libro de Chabert, pese a su complejidad, muestra formidablemente no sólo el modo en que, para la autora, se origina lo «femenino melancólico» en todo sujeto, sino también: sus adherencias, sus avatares y las transformaciones que le permiten liberarlo de la compulsión a la repetición, ligada a una imago materna arcaica, para seguir avanzando y progresando. Por este motivo, este libro no sólo habla de la muerte propia de la melancolía, sino también de lo vivo que se opone a ella y que se refleja en la recaída en el amor y en la renovación que éste impone como salida a la repetición. Renovación en y por el amor que permite que «la mujer que avanza», identificada con una Zoé-Gradiva huérfana y malquerida, pueda decir, haciéndose eco de la voz de la autora: «Mira, todo esto significa solamente que me quieres».
Fdo:© Mercedes Puchol Martinez (2008)
APM- Biblioteca Nueva, Madrid, 2008